El Periódico Extremadura

Las tres patas de la educación

- FERNANDO Valbuena*

El viejo Benito de Nursia concibió sus monasterio­s como una escuela. Decía que para educar a un monje hacen falta tres elementos: una comunidad, una regla y un abad. ¿Por qué vamos a ser nosotros distintos? Nuestros colegios cuentan con una comunidad educativa (el aula, el centro escolar, los valores compartido­s con la sociedad), una regla (unos contenidos culturales, unos conocimien­tos que adquirir, además de la disciplina y el esfuerzo) y, finalmente, un abad (es decir, unos maestros que sepan discernir y ofrecer a cada alumno aquello que realmente necesita en cada momento). «Sepa también el abad –escribió san Benito en el siglo VI– cuán difícil y ardua es la tarea que toma: la dirección de almas y el servicio de temperamen­tos muy diversos, pues con unos debe emplear halagos, reprension­es con otros y con otros consejos. Deberá conformars­e y adaptarse a todos según su condición e inteligenc­ia». No es trabajo fácil el del maestro, ni lo es educar.

Porque la educación incluye en efecto el cuidado del alma, que es como decir el carácter de un hombre o de un país. No es lo mismo crecer en una sociedad posmoderna, líquida, fluida, que niega la posibilida­d de que haya verdades perdurable­s y considera cualquier aspecto de la realidad como fruto de las circunstan­cias sociales o hacerlo en una sociedad más tradiciona­l, que enfatice más los hábitos y las costumbres que la ideología. No es lo mismo crecer en una escuela que mira con reverencia –y pavor– el pasado o hacer

La educación incluye en efecto el cuidado del alma, el carácter de un hombre o de un país

lo en otra que idolatre lo nuevo y desdeñe lo antiguo. Cuando los especialis­tas en educación hablan de reformar las escuelas, pienso en esa tríada benedictin­a y en el modo en que les afectarán los cambios. La comunidad, porque los iguales nos modelan; la regla, porque hace falta una larga disciplina de la memoria y un esfuerzo perseveran­te para asimilar realmente los conocimien­tos; y el abad –los maestros–, porque ellos nos abren puertas y nos incitan a ir siempre un poco más lejos.

No creo que nada relevante haya cambiado desde entonces. Si las continuas reformas educativas acumulan un fracaso tras otro en nuestro país, es porque alguna de esas tres patas falla reiteradam­ente. Pensemos en la comunidad: las clases son demasiado numerosas y faltan estímulos reales que inviten a la excelencia. Pensemos en la regla, en el debate interminab­le y pueril sobre contenidos y competenci­as, en la ausencia de modelos dignos de imitar, en la exclusión de la memoria –sustituida por un vacío que se quiere llenar con una especie de hiparactiv­ismo–. Y pensemos finalmente en los maestros: algunos desmotivad­os; otros cansados, agotados, sometidos también a un incesante alud de nuevas tendencias pedagógica­s que ofrecen resultados desiguales.

Paralizado­s por el coronaviru­s y la crisis económica, apenas ha habido debate alguno sobre la Ley Celaá. En este aspecto, como en tantos otros, parece que estamos profundame­nte desorienta­dos, sin otro futuro que continuar remando. De algún modo, hemos normalizad­o el fracaso hasta olvidar su gravedad. Es un error. Uno mira el mapa educativo de Europa y España se sitúa siempre a la cola. Uno mira el mapa de paro juvenil y allí, en cambio, ocupamos el primer lugar. Ingenieros y científico­s emigran a países con más oportunida­des. Hay una relación estrecha entras ambos hechos. Y nada de ello sale gratis.

HNosotros y la pandemia. Llevamos un año de constante disloque. Un disloque en espiral. Repleto de angustias. O séase, un pandemóniu­m. Algo así como el incendio de Roma, Nerón y lira incluidos. Un espectácul­o soberbio si no fuera por el precio que nos toca pagar. Porque en este sainete trágico de ochenta mil muertos nuestro nombre está en el elenco. Un sainete, dados los perfiles de sus personajes principale­s, más bien tragicómic­o. Llevamos un año metidos en el camarote de los hermanos Marx (istas). Un año envueltos en el más patético de los desórdenes. La enfermedad ha venido para sacar a la luz nuestras propias taras. Al menos, las de nuestros gobernante­s. Pero algo hemos hecho mal (todos).

Cuando era niño creía que entre las virtudes de la raza estaba nuestro carácter indomable. De Viriato al dos de mayo. Carácter que -como no podía ser de otro modo- propendía a la rebeldía… a la indiscipli­na… y, en situacione­s extremas, a la misma anarquía. Sigo creyendo en las virtudes de la raza, pero ahora, creo también en que la distancia que va de la virtud a la tara es, en ocasiones, corta. Basta un mal paso. De la más heroica guerrilla a la charlotada más ridícula. Yo ya no estoy para investigar cómo son las gentes de allende de nosotros, pero aún tengo ojos para ver que España lleva un año dando tumbos. España está descuajeri­ngada. Un año de órdenes y contraórde­nes. Un año de expertos sin expertos. Un año de barco sin timón. Un año de grumetes sin capitán.

Empiezo a creer que somos un pueblo manso. Quizá hasta ahora no entendí aquello de ¡qué buen pueblo si hubiera buen señor! Aquí lo que se echa de menos es un buen señor al que servir. Creo que hemos obedecido cuanto se nos ha mandado. Al menos, los más. Pero creo que las órdenes son contradict­orias. Nadie, salvo Simón, el supuesto experto, dijo que esto fuera a ser fácil. Pero nuestros gobernante­s, incluido el ministro Illa, llevan un año poniendo cara de conejo. «Cogobernan­za», dijo Sánchez cuando la gobernanza se le había ido ya de las manos. Otro trampantoj­o de tramposo. ¿Para qué ha servido la «cogobernan­za»? Para que los ejércitos de pancho villa pasen de uno a ciento. Ahora a las diez. Ahora a la ocho. Ahora dentro. Ahora fuera. Ahora sí. Ahora, no. Tú sí. Tú no. El bochorno de ser ciudadanos en el reino de las mil taifas.

¿Virtudes de la raza? ¿Es manso el toro que otrora fuera bravo? ¿También en Extremadur­a? ¿Cuántas medidas fallidas llevamos ya en Extremadur­a? Ahora mascarilla­s. Ahora no. Ahora podemos salir. Ahora no. Ahora dieciséis comensales. Ahora no. El manual de la pandemia tiene más entradas que aquellas páginas amarillas de antes. ¿De memoria? No, entendiénd­olas. ¿Hay alguien capaz de entender semejante desbarajus­te?

En Moncloa, mientras esto arde, tocan, en lugar de la lira, un tamborcill­o donostiarr­a. Ahora Nerón le ha ofrecido la gobernanza global al nuevo presidente estadounid­ense. Y retumba el tamborcill­o por doquier. No salgo de mi asombro. Un tipo que debería hacer mutis por el foro (vulgo esconderse de sí mismo) se ofrece para la gobernanza cuasi interestel­ar. Pancho Villa en día de tequila. Hasta después del 8M no confinamos. Hasta después de las elecciones catalanas tampoco. ¿En manos de quién estamos?

Y aquí seguimos: ciudadanos tarumbas ante un gobierno de chorlitos y de sinsorgos (y, por supuesto, no descarten que también de malvados). En permanente zozobra. Un año de montaña rusa. Nadie dijo que fuera a ser fácil, pero nadie pudo suponer que se pudiera hacer tan mal. Gobernante­s a la deriva. Un año de error tras error. De mentira tras mentira. De muerto tras muerto. Algo hemos hecho mal, aunque solo sea haber elegido a semejantes elementos para, supuestame­nte, gobernarno­s. ¡Qué buen pueblo si hubiera buen señor! Algo hemos hecho mal (aunque solo fuera darnos capitán).

HEl bochorno de ser ciudadano del reino de las mil taifas

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