Fachada lingüística
Hace unos días, el golfista estadounidense Justin Thomas, al fallar un golpe fácil, se gritó a sí mismo «faggot!» (¡maricón!), en una reacción infantil que le salió cara: a pesar de darse golpes de pecho y disculparse (como los herejes que, ante la Inquisición, se retractaban de sus errores, solo para que los ejecutaran con algo menos de sufrimiento), la marca Ralph Lauren le retiró su patrocinio. Ralph Lauren, esa que llevan tantos pijos de derechas que en privado hacen comentarios mucho peores, pero claro, hay que guardar las apariencias.
Hace poco, el partido de la Champions entre el PSG y el Istambul se suspendió porque el cuarto árbitro, rumano, para indicar a sus compañeros a quién tenían que expulsar porque la estaba liando en el banquillo turco, usó el término «negru», dado que era el único jugador de color y no sabía cómo se llamaba. El aludido, Achille Pierre Webo, que había jugado en España, oyó «negro» y montó el pollo, apoyado por jugadores del equipo rival, como Neymar o Mbappé. El árbitro intentó explicar que el término no era un insulto, pero no hubo manera. El partido se suspendió y se jugó al día siguiente con un equipo arbitral distinto.
Ambos incidentes fueron difundidos en los medios como comentarios «homófobos» o «racistas», ante los que se imponían sanciones ejemplares (¡tolerancia cero!). A mi juicio (y al de muchos que no se atreven a decirlo en público) esto es sacar las cosas de quicio, matar mosquitos a cañonazos mientras por otro lado se cuelan bichos más peligrosos. Decía hace poco el escritor Félix de Azúa que «la corrección política es el fascismo contemporáneo». Me parece una formulación excesiva y que banaliza la gravedad de un movimiento como el fascismo que llevó a una guerra que costó la vida de casi cien millones de personas. Pero es verdad que los márgenes de lo decible en ciertos medios son cada vez más estrechos, y con efectos perversos: de un lado tenemos la ultracorrección lingüística que se queda en la forma y no va al fondo, de otro al facherío desacomplejado y el neofascismo que se disfraza de libertario.
Dejaré ahora de lado el peliagudo asunto del sexismo en la lengua, pero respecto a las minorías, me temo que esa corrección lingüística es la fachada tras la cual las verdaderas barreras siguen más firmes que nunca. Decía Slavoj Zizek que en la antigua Yugoslavia se contaban con naturalidad chistes sobre lo tacaños que eran los eslovenos, lo ladrones que eran los bosnios o lo brutos que eran los serbios. Cuando estos chistes se volvieron imposibles, mal asunto: era señal de que ya no se toleraban unos a otros. Del mismo modo, habría sido imposible que Ocho apellidos vascos se estrenara en los años de plomo de ETA, y buena señal que nos pudiéramos reír unos de otros. Mala señal, en cambio, de lo acomplejado de muchos extremeños ha sido la reacción al vídeo de un youtuber en el que se burlaba de nosotros, con bromas de mal gusto, pero no muy distintas a las que hizo sobre canarios o asturianos. Hasta la Junta lo ha llevado a la fiscalía por posible «incitación al odio», dando la razón a lo de «quien se pica, ajos come», y dándole de paso publicidad al youtuber.
Recuerdo que cuando vivía en Francia, mis mejores amigos eran africanos. En una ocasión, en la terraza de un bar, el camarero, dirigiéndose a Arthur y a Innocent, dos amigos de Costa de Marfil, dijo, sin venir a cuento, que «si tuviera que ayudar a alguien, a vosotros sí, pero a este no», señalándome. Medio en broma, le dije que «eso también es racismo» y él, sonriendo, que «por supuesto». Pero se trataba de un racismo inocuo, que quizás alivia pulsiones más destructivas que se reprimen con discursos tan políticamente correctos como ciegos a cómo son y sienten la mayoría de las personas.
Habría sido imposible que Ocho apellidos vascos se estrenara en los años de plomo de ETA, y buena señal que nos pudiéramos reír
* Escritor