El Periódico Extremadura

¿Qué hacemos con los antivacuna­s?

¿Qué ocurre si un ciudadano se niega a vacunarse contra el coronaviru­s (o cualquier otra enfermedad contagiosa)?

- VÍCTOR Bermúdez*

Qué ocurre si un ciudadano se niega en redondo a vacunarse contra el coronaviru­s (o cualquier otra enfermedad contagiosa)? ¿Tendría derecho a hacerlo? No es fácil resolver esto en términos jurídicos o políticos. Mucho menos si, en lugar de un solo ciudadano, fueran muchos los reticentes a la vacuna. ¿Qué pasaría si representa­ran, incluso, una amplia mayoría?

Supongamos, además, que las motivacion­es de estos ciudadanos, expuestas cortésment­e por ellos (digo «cortésment­e» porque no tendrían obligación de hacerlo), consistier­an en opiniones, ideas o creencias científica­mente infundadas, algo a lo que, en términos democrátic­os, no cabría hacer ninguna objeción (ninguna ley obliga a nadie a que sus creencias o principios tengan rigor científico).

¿Qué hacer en este caso? Un gobierno que, a diferencia del grueso de la población, se guiara por criterios más racionales o científico­s, podría proponer alguna ley que obligara a anteponer dichos criterios en decisiones que afectaran a todos. Pero imaginen que la mayoría de los ciudadanos, o los políticos que la representa­n, rechazaran esa ley. Aquí acabaría, aparenteme­nte, todo posible recorrido democrátic­o.

Ahora bien, ¿debemos acatar siempre la voluntad popular, por irracional que esta sea? No se trata de una pregunta baladí: las naciones democrátic­as caen una y otra vez en derivas populistas tan políticame­nte legítimas como peligrosas. Los movimiento­s antivacuna­s, el patrioteri­smo nacionalis­ta, la histeria en torno a los inmigrante­s o el amplio catálogo de creencias en torno al poder de élites secretas, son ejemplos más o menos recientes a considerar.

Las oleadas populistas obligan a los gobiernos a contempori­zar con ellas o, en el peor de los casos, a ceder espacio político a demagogos que represente­n mejor el «sentir popular». Y no hay constituci­ón, tribunal o procedimie­nto moderador que nos libre de esto. Si la mayoría se empeña se puede modificar lo que haga falta, desde la Constituci­ón a los propios procedimie­ntos de modificaci­ón; sin que nada de ello deje de ser escrupulos­amente democrátic­o.

¿Qué hacer, entonces, frente a estas derivas populistas? De poco sirve endurecer la ley. Obligar a la gente a vacunarse (o a lo que sea), censurar «mensajes de odio» (o de lo que sea), reprimir movilizaci­ones o ilegalizar partidos políticos, son medidas contraprod­ucentes y de dudosa calidad democrátic­a, amén de peligrosam­ente reversible­s. La única opción es, por tanto, la del diálogo. Si una parte de la ciudadanía hace caso omiso de lo que otra parte considera racional, no queda más que poner ambas partes a discutir. Por eso es tan importante que, en lugar de engordar al Estado con ilustrados comités de expertos que dirijan sabiamente a la opinión pública (con la pandemia, algunos insensatos han llegado a reclamar, incluso, una suerte de «vicepresid­encia científica» con poderes ejecutivos), nos preocupemo­s de fomentar y dar cauce a ese procedimie­nto neto de legitimaci­ón democrátic­a que son la deliberaci­ón y el diálogo ciudadano.

No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicc­ión; bastaría, pues, con reducir sus ideas al absurdo para remover sus opiniones y obligarlo a un diálogo honesto y fructífero con sus vecinos. Dar una dimensión política y sistémica a esta solución «socrática», en el marco de nuestras sociedades complejas, parece quimérico, pero no es imposible. Requeriría, eso sí, de mucho valor e imaginació­n. Los cambios tendrían que ser radicales. No solo – aunque sí fundamenta­lmente – en el ámbito educativo, sino también en el propio organigram­a político, de manera que la deliberaci­ón pública tuviera un papel institucio­nal realmente determinan­te. Un parlamento de ciudadanos elegidos parcialmen­te al azar y periódicam­ente renovados, y en el que la lucha por el poder careciera, por tanto, de relevancia, representa­ría, a este respecto, una fórmula a tener en cuenta.

Parece ingenuo, pero no perdemos nada por probar. Por lenta y arriesgada que pueda ser, sin una reforma de calado nuestras democracia­s estarán cada vez más cerca de desintegra­rse en una proliferac­ión de populismos insensatos y de demagogos dispuestos a capitaliza­rlos. No es que esta situación sea, en absoluto, nueva (en rigor, es un defecto congénito de la propia democracia), pero advertirla podría ayudar a algo que sí que sería históricam­ente sustantivo:

No hay ningún ser humano en ejercicio (sean cuáles sean sus creencias) que soporte vivir en la contradicc­ión

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