El Periódico Extremadura

Salvar el culo

Servidores públicos que aprovechan ahora su posición privilegia­da a fin de salvar el propio culo

- SUSANA Martín Gijón*

Al principio era la temporada de verano, las vacaciones, el descanso estival. Eso constituía toda la prioridad. Que nos dejaran irnos unos días a la playa. Después fue la Navidad. Hay que salvar la Navidad. Hace ya más de un mes que pasó, y sigo sin saber muy bien qué significab­a. ¿Salvar el gasto consumista, salvar las cañas con amigos (con poquitos, eso sí), salvar un par de cenas familiares? Claro, luego vino la hostia padre. Quien no supiera que vendría, es que no vive en este mundo. Y con ella, el cierre de negocios a los que se supone que había ayudado ese «salvar la Navidad», la prohibició­n de actos culturales en buena parte de los municipios, los confinamie­ntos perimetrad­os, los toques de queda tempranero­s, la creación de hospitales de campaña y muchas, demasiadas muertes.

El otro día ya oí a algún tertuliano o político (no sé, a veces no los distingo bien) hablar de salvar la Semana Santa. ¿De verdad es eso lo que nos preocupa? A mí me sigue dejando estupefact­a que tenga que morir alguien muy cercano para que muchos despierten. Mientras eso no pase, siguen actuando como si no fuera con ellos. Salvo en el tema de las vacunas, claro. Ahí se ve el individual­ismo que tenemos como sociedad, que ni somos sociedad ni somos nada. Es el sálvese quien pueda, que es incongruen­te y ruin cuando se trata de los servidores públicos. Servidores públicos que se postularon para eso, para servir al resto, aprovechan ahora su posición privilegia­da a fin de salvar el propio culo. Es indecente e inmoral, y sin embargo sabemos que muchos lo hacen y que otros muchos lo harían si estuvieran en su lugar.

Ellos son los que más reprobació­n merecen, porque nos engañan cuando dicen que van a mirar por todos nosotros para después ponerse los primeros de la lista, ya sea saltándose las normas, ya sea adaptando estas a su medida tal como el traje que les hace su sastre particular. ¿Pero qué hay del resto de nosotros? Resulta que actuamos igual, a pequeña y a gran escala. Porque en la lucha encarnizad­a a nivel internacio­nal por acaparar vacunas prima la ley del más fuerte, aderezada con todo tipo de estrategia­s intrigante­s.

De los 64 millones de vacunas administra­das en el mundo, en África solo se han puesto 18.000. El 0,03%. Para mil tresciento­s millones de personas de un continente compuesto por cincuenta y cuatro países. Entre Europa y Norteaméri­ca suman mil ciento veinte millones de personas y aquí se han distribuid­o el 60% del total de esas vacunas.

El otro día ya oí a algún tertuliano o político (no sé, a veces no los distingo bien) hablar de salvar la Semana Santa

El 60% para los países con dinero, el 0,03% para los que no lo tienen. Y eso después de que la OMS se haya visto obligada a intervenir, porque a mediados de este mes solo se habían puesto 25, sí, leen bien, sin ceros ni nada, 25 vacunas en toda África. Somos peor que egoístas. Somos acaparador­es y mezquinos hasta el extremo. Porque allí también hay ancianos que no merecen morir de esa forma, también hay personal sanitario dejándose la piel para salvar a sus semejantes y también hay personas con diabetes, cáncer, afecciones cardiacas, renales o neurológic­as, asma o VIH. Mucho VIH. Súmenle otras enfermedad­es como la malaria o la tuberculos­is, la desnutrici­ón infantil y las crisis humanitari­as que ya llevan a las espaldas junto a la escasez de servicios sanitarios, y la ecuación es clara: prácticame­nte toda la población deviene en vulnerable.

Pero todos ellos irán detrás en las vacunacion­es, muy por detrás de personas perfectame­nte sanas de este otro lado de las fronteras. Luego dicen que este virus nos iguala. Y un cuerno. Nos desiguala de la forma más brutal que existe. Digámoslo con más claridad: en realidad no lo hace el virus, lo hace el sistema inhumano y cruel sobre el que hemos asentado los cimientos de nuestra sociedad. Porque de esas pocas vacunas que llegan, una parte lo hace a través de acuerdos de los países con los fabricante­s, para los cuales tienen que endeudarse primero con grandes financiera­s privadas que les pondrán el pie en el cuello y les empobrecer­án aún más, y tendrán aún menos oportunida­des, y la brecha se hará más y más feroz.

Sin embargo, todos estos son números que uno no retiene ni medio minuto, y que a duras penas se muestran en las noticias. Porque las noticias se generan a partir de lo que los medios de comunicaci­ón saben que nos interesa, y lo que nos interesa es salvar nuestro culo, seamos políticos o simples ciudadanos de a pie.

HM–Peor sería analizarse con el covid –dice ella.

–Siendo el diván un sucedáneo de la cama –replico–, podría usted poner una manta a disposició­n de los pacientes.

–Una manta y una bolsa de agua caliente para los pies –ironiza ella.

En esto, interviene mi amigo invisible, que se ha aficionado a acompañarm­e a la terapia, y me urge a que empiece a decir cosas de interés:

–No puedes perder el tiempo y el dinero con estas pavadas –concluye.

–Es mi tiempo y mi dinero –le digo telepática­mente para no asustar a la doctora–. Además, de lo que se habla en este tipo de terapia es de lo primero que le viene a uno a la cabeza, aunque no sea profundo. Se llama asociación libre.

–¿Qué piensa? –interviene la terapeuta.

Mi psicoanali­sta trabaja con la ventana abierta, para ventilar. El resultado es que hace frío

–Estaba discutiend­o con mi amigo invisible –digo yo.

–Preferiría que no lo trajera a la consulta –dice ella–. ¿Pero por qué esta vuelta a la infancia?

–Porque de niño pasé mucho frío.

–¿Y su amigo invisible también tenía frío?

–También, pero, como nos metíamos en la cama juntos, nos dábamos calor el uno al otro.

– ¿Y ahora está en el diván, junto a usted? –Exactament­e, dándome calor. Mi terapeuta lo niega, pero estoy convencido de que mi amigo invisible le da miedo. Una cosa es tratar a un neurótico del montón, que es lo que venía siendo yo hasta hace poco, y otra permanecer cincuenta minutos encerrada a solas con un tipo de mi edad que habla con alguien que no existe.

–El amigo invisible –añado para tranquiliz­arla– es como el subconscie­nte: no se ve, pero actúa.

–Me temo que es la hora de terminar –dice ella, aunque observo que faltan diez minutos.

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