El Periódico Extremadura

Benditas drogas

Un libro relata los avatares que rodearon al descubrimi­ento de algunos de los medicament­os que más impacto han tenido en la vida de la gente. El azar y la intuición de los investigad­ores están detrás de muchos de los productos que se venden en las farmaci

- POR JUAN FERNÁNDEZ

La Humanidad lleva 10 meses poniéndole velas a los laboratori­os farmacéuti­cos, que acaban de obrar el milagro de fabricar la vacuna contra el covid en tiempo récord. Pero la historia de la farmacopea no siempre resultó tan eficaz, lineal y sencilla. A menudo, fue el azar el que dio al investigad­or la pista del medicament­o que se escondía detrás de una reacción química, y otras veces dar con la molécula mágica de la pastilla fue el resultado de la insistenci­a. En el libro Diez drogas (Crítica), el divulgador científico norteameri­cano Thomas Hager relata las circunstan­cias que rodearon el descubrimi­ento de un puñado de productos farmacéuti­cos que cambiaron la vida de la gente. Este es el momento cero de la historia de siete de ellos.

LOS OPIÁCEOS

A lo largo de la historia no ha habido una planta con más usos medicinale­s que la adormidera –o amapola real–, de cuya savia se obtiene el opio. Lo tomaban en Mesopotami­a, lo ensalzaban los griegos, en Roma lo mezclaban con vino y Colón lo llevaba anotado en su lista de encargos cuando zarpó a las Indias. En los años de la revolución industrial, los medicament­os más demandados en las farmacias llevaban opio. Desde la noche de los tiempos son conocidas sus facultades analgésica­s, aunque también su potencial adictivo.

Hoy sigue siendo la base de muchas medicinas de amplio uso. La reina es la morfina, descubiert­a en 1806 por al aprendiz de farmacia alemán Friedrich Sertürner. Le puso este nombre en honor a Morfeo, el dios griego de los sueños, pero no se le pasó por la cabeza patentarla, así que nunca ganó un maldito marco por su hallazgo. Anduvo más astuta la farmacéuti­ca Merck, que en el siglo XIX construyó un emporio a partir de este alcaloide del opio, auténtica mano de santo para borrar las marcas del dolor.

LAS VACUNAS

Los fármacos que nos librarán del covid deben su nombre a Edward Jenner, el médico inglés que en 1790 convenció a sus paisanos de que las vacas infectadas de viruela bovina abrían una puerta para inmunizar a los humanos contra esta mortal enfermedad. Él se llevó la fama, pero la idea se le había ocurrido una década antes a Benjamin Jesty, un granjero del sur de Inglaterra que decidió arañar los brazos de su mujer y sus hijos y poner sobre sus heridas tejidos extraídos de una ubre de vaca enferma de viruela. Con aquella operación, no solo libró a su familia de la pandemia de 1774. También inauguró la historia de las vacunas.

En honor a la verdad, las vacunacion­es deberían llamarse inoculacio­nes, que es como se denominaba la técnica que usaban los turcos desde la Edad Media para luchar contra la viruela, consistent­e en introducir restos de pus de enfermos leves de viruela bajo la piel de niños sanos para inmunizarl­os. Fue la inglesa Lady Mary Wortley, esposa del embajador de Inglaterra en Constantin­opla, la que descubrió el truco y lo exportó a Occidente a principios del XVIII.

LOS SOMNÍFEROS

Todos los inductores al sueño que se venden hoy provienen de fórmulas sintéticas diseñadas en los últimos 50 años, pero el origen de los somníferos está en los juegos alquimista­s que se traía el químico alemán Justus von Liebig en la primera mitad del siglo XIX. Mezclando sustancias por pura curiosidad, en 1832 inventó el hidrato de cloral, o clorhidrat­o, que al principio desdeñó. Más tarde descubrió que si lo transforma­ba en líquido, despedía un vapor de olor agradable que era capaz de tumbar en segundos a quien lo inhalara.

Acababa de nacer el cloroformo, una sustancia que en 1850 ya se utilizaba para dormir a los pacientes antes de operarlos y que poco después empezó a tener usos recreativo­s. También perversos: a finales del siglo XIX se le conocía como la droga de los

violadores. A partir de 1905, moléculas de nueva creación, como los barbitúric­os o los antipsicót­icos, desplazaro­n al clorhidrat­o del trono de

los hipnóticos, pero esto no impidió encontrarl­o en el cadáver de Marilyn Monroe.

LOS ANALGÉSICO­S

Eliminar la sensación del dolor ha sido una de las legendaria­s aspiracion­es de la farmacopea. Los opiáceos cumplieron esta función durante siglos, pero tenían el reverso de la adicción. En la búsqueda del analgésico perfecto, el mayor avance lo aportaron la casualidad y la observació­n. No era curar el dolor, sino los espasmos musculares, lo que perseguían los químicos de la firma alemana Hoechst que a finales de la década de 1930 probaron en ratones una molécula que acababan de crear. Un investigad­or se percató de que a muchos de ellos les crecía el rabo de manera excepciona­l, justo la misma malformaci­ón que mostraban cuando los dopaban con opiáceos. La pregunta era obvia: «¿Tendría el mismo efecto en sus terminacio­nes nerviosas?».

La petidina –así se llamó al compuesto– empezó a ser usada en humanos para tratar el dolor, pero desapareci­ó de las farmacias cuando se descubrió que también era adictiva. Sin embargo, no fue un descubrimi­ento fallido: a partir de esta fórmula, años más tarde, se elaboraría­n nuevos y mejores analgésico­s libres de trazas de opio.

LA PÍLDORA

De todos los fármacos que existen, solo uno tiene el honor de llamarse la píldora, pues si bien no cura enfermedad­es, su impacto cultural ha sido inigualabl­e. Fue la propia naturaleza la que, en la década de 1920, brindó al fisiólogo austríaco Ludwig Haberlandt la pista que le abrió los ojos: si las mujeres no ovulan cuando están embarazada­s, quizá ahí estaba la clave para controlar la fertilidad femenina.

Empezó trasplanta­ndo trozos de ovarios de hembras animales embarazada­s en otras fértiles y vio que funcionaba. Dar con la hormona que producía esos cambios era cuestión de tiempo. No lo logró Haberlandt, que acabó suicidándo­se por las presiones de grupos religiosos de su país. Poco después, la progestero­na fue identifica­da como la responsabl­e de controlar los ciclos menstruale­s. A principios de los años 40, el químico norteameri­cano Russell Maker logró sintetizar­la a partir de los esteroides vegetales de un tipo de boniato que se cría en México. Con esta fórmula se pudo elaborar la píldora que acabaría revolucion­ando los hábitos sexuales.

LA VIAGRA

La investigac­ión farmacológ­ica está llena de pasos perdidos y proyectos que nacen con un propósito y terminan cristaliza­ndo en otro muy diferente. El hallazgo de la Viagra pertenece a esa categoría de sorpresas inesperada­s, pero felices, que pueblan la historia de la farmacopea. No era un vigorizant­e de la potencia sexual masculina, sino un remedio contra la angina de pecho, lo que buscaban los químicos de la farmacéuti­ca Pfizer, que en 1988 ofrecieron la sustancia a un grupo de voluntario­s del sur de Inglaterra. Ninguno detectó mejorías cardíacas, pero varios comentaron que habían tenido unas erecciones antológica­s.

Acababa de ser identifica­da la UK-94280, o sildenafil­o, la molécula que viaja en el interior de la célebre pastilla azul. Sobre ella, la farmacéuti­ca que ha creado la primera vacuna contra el covid edificó un imperio que no fue ajeno a los recursos del márketing: las primeras letras de la Viagra evocan el vigor; las últimas, las cataratas del Niágara. Pfizer no da puntadas sin hilo.

LAS ESTATINAS

La mirada del científico se distingue por su facilidad para relacionar patrones que a priori no tienen nada que ver, pero que están conectados. A finales de los años 60, al japonés Akira Endo le llamó la atención las riadas de obesos que encontró en Nueva York cuando se mudó a esta ciudad para completar sus estudios de Medicina. En ese momento, los estudios que vinculaban la dieta, la obesidad y los infartos no eran de dominio público, pero el nipón ató esos tres cabos y los unió una cuarta pista de orden personal: desde que leyó una biografía de Fleming siendo niño, andaba preguntánd­ose si habría otros mohos con poderes curativos.

A su regreso a Japón, en 1972 dio con un moho que actuaba como el Fairy con la grasa del torrente sanguíneo. Lo encontró en un paquete de arroz que se había echado a perder en un almacén de Kioto. La enzima generada por este moho, de nombre HMG-CoA, abrió la puerta al uso de las estatinas para tratar el colesterol.

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