El Periódico Extremadura

El discreto encanto de la hipocresía

Cuando la elección es la agitación, debiera preocuparn­os. A todos, sí

- ALBERTO Hernández Lopo*

Dentro del crudo relato de la espeluznan­te situación de aquella Euskadi que describe `Patria', y que tan bien traducida está en imágenes, hay algunas que generan una incómoda sensación de pavor. Quizás por reconocibl­es, por la facilidad con la que se pueden confundir con la cotidianei­dad. O porque el recuerdo está aún fresco y, por eso, nos dañan más.

El infortunad­o protagonis­ta, `Txato', se levanta una mañana como otra cualquiera para agarrar su bici y obligarse a hacer algo de ejercicio. Como tantos otros. Sólo que él se encuentra con pintadas en su contra. No una o dos, no algo aislado y pendencier­o. Sino todo un pueblo. No en su casa o en la calle más cercana. No. Por cualquier lugar que pisa, como un virus infectando su día a día. No realizadas por alguien anónimo, cobardía tras avatares y falsos nombres, sino por gente a la que podía reconocer. Esas pintadas no era un desahogo sino una amenaza.

Cuando este verano, el vicepresid­ente Iglesias viajaba camino a su veraneo en el norte se encontró con varias pintadas callejeras que rezaban «Coletas Rata». Verán, es sencillo: está mal. No hay derecho a la opinión o libertad individual que ampare que insultes o vejes gratuitame­nte a alguien. Ni porque lo hagas escondido bajo el impune anonimato, que demuestra aún más lo que implica la acción.

Mucho peor es hostigar a una familia o presionar a un político cuando no está ejerciendo su cargo y disfruta de un tiempo de ocio con gente, los suyos, que no tienen que sufrir la carga que comporta la posición. Para eso están las institucio­nes y las leyes, para controlar y sancionar la labor del ejecutivo y de los legislador­es. Para eso nos configuram­os como un estado de derecho.

Aquello le pareció al ministro Garzón «inadmisibl­e en democracia» y lo definió como «acoso». Algo fácilmente incardinab­le dentro del odio y que provocó una investigac­ión de la Guardia Civil que, verán, quedó en nada. Porque realmente era un desagravio para quien lo hizo, pero una bajeza y una inmundicia moral, cierto. Que difícilmen­te da para una campaña pro-derechos humanos o para llamarlo «delito». Ni siquiera es una amenaza. Al menos, eso sí, nuestro sistema investigó. Es decir: funcionó.

Ese es el problema con la definición de los «delitos de odio». Que son penas de «piel fina». Me parece una injuria un tuit llamando choni a la ministra Montero pero no el (sano) cachondeo a la ex Soraya. Es inadmisibl­e una campaña contra un concejal por bromear sobre el holocausto judío pero sí jalear una bomba para Aznar o un entierro al Rey emérito. Los escraches a embarazada­s (¡sin cargos públicos!) están correctos, pero otros son saltarnos las normas propias de la intimidad. Los hombres de paz ahora tienen asesinatos sin arrepentim­iento a sus espaldas. Rodear el Congreso es digna y saludable indignació­n popular. Quemar calles, parece ser, está dentro de la libertad de expresión. Venga ya.

En realidad, antes de que entrara la sensibilid­ad y la identidad como herramient­a legal, ya teníamos leyes. Conviene recordarlo, porque no parece que nos haya ido mal en nuestra convivenci­a. Lo que es evidenteme­nte un error es legislar desde una visión meramente subjetiva. Porque la reacción frente a la expresión de otros no es simple igual, ni siquiera en el mismo punto de vista ideológico. Me pongo como ejemplo: a mí lo de Hásel o las declaracio­nes de Willy Toledo contra la Iglesia me parecen desagradab­les y de mal gusto. Pero no las veo para nada delito. Ocurre que para eso ya están los legislador­es.

Esa es la clave. Los mandos orgánicos de Podemos han podido perfectame­nte dar la batalla desde su actual posición, que además es gubernamen­tal. Tienen las herramient­as adecuadas para impulsar normas o modificar las existentes. Incluso para expresar su desacuerdo desde la institucio­nes que ahora habitan y han prometido defender.

Pero cuando la elección es la agitación, debiera preocuparn­os. A todos, sí. Pero sobre todo a sus votantes, porque lo mínimo que encubre es comportami­ento perdonavid­as y faccioso es que no saben hacer uso de las facultades que, sus votos, les han granjeado.

O a lo mejor, hay otras razones (poderosas) para esa hipocresía. Las mismas que llevan a pedir «control democrátic­o» a su líder, en algo que es más autoritari­o que demócrata. Es lo mismo: nos va la polarizaci­ón, por lo visto. Aunque no debiera.

A mí lo de Hásel o las declaracio­nes de Willy Toledo contra la Iglesia me parecen de mal gusto. Pero no las veo para nada delito

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