A Alberto Oliart
Conocí a Alberto Oliart en la cubierta de una corbeta atracada en el puerto de Barcelona a finales de mayo de 1981 en ocasión del día de las Fuerzas Armadas. Ninguno de los dos tenía idea de que un año y medio más tarde empezaríamos una buena amistad y le reemplazaría en el Ministerio de Defensa. Oliart ha sido una persona de variadas e importantes ocupaciones en el sector privado y también en el sector público, donde finalizó su ejecutoria desempeñando la cartera más difícil en el momento más difícil, después del golpe de Estado de 1981. Durante su mandato pudo emprender pocas iniciativas de reforma. Su misión era contener las amenazas que comportaba un juicio inédito: militares rebeldes juzgados por un tribunal militar.
Se reunía todas las tardes, una vez que el tribunal había terminado la sesión del día, con sus asesores jurídicos y de inteligencia para ir tomando las medidas de prevención de incidentes y de protección de la tranquilidad posible al tribunal. Lo hacía en un edificio alquilado por el Cesid para tener la libertad de citar a personas sin que fueran vistas entrando en su despacho. El control de la situación absorbía todas las energías, pero aún le quedaron para aprobar la ley de dotaciones y convertir a nuestro país en miembro de la Alianza Atlántica.
Se rodeó de un muy reducido número de colaboradores, pero de una extraordinaria lealtad y clara visión de las reformas necesarias dentro del proceso de transición del país. Sus integrantes siguieron en sus puestos y algunos durante todo el tiempo en que yo desempeñé el cargo. Oliart designó a dos para la tarea de ponerme al tanto de los problemas pendientes y del funcionamiento del departamento. Uno de ellos el entonces capitán jurídico Jesús del Olmo, que llegó a general togado en su carrera militar, y el otro el entonces coronel Emilio Alonso Manglano, persona fundamental en la transición y a la que aún debemos el debido reconocimiento.
Pueden haber existido traspasos ejemplares desde que tenemos democracia en los que la cartera pase de un ministro de un partido a otro de partido distinto, pero creo que ninguno más transparente, intenso y extenso que el que organizó Oliart al dejar el ministerio. Él, mejor que nadie, conocía las dificultades que había de encontrar y quería ayudar a su sucesor con independencia del partido de pertenencia. Desde entonces me he considerado en deuda con él. Me ayudó a que empezase con buen pie y me animó a enfocar mi tarea con aplomo. Un ministro, decía probablemente porque sabía que yo no había hecho el servicio militar, es un cargo político, no técnico, y lo importante no son los conocimientos de su área de gestión, sino el sentido común, la capacidad de diálogo y el interés en estudiar los asuntos. Las reuniones de traspaso fueron el principio de una buena amistad entre los dos matrimonios. Durante los 14 años que Conxa y yo estuvimos en Madrid, cenamos a menudo con Carmen y Alberto en su casa o en la nuestra, estuvimos en su finca de Extremadura e incluso nos vimos en Galicia aprovechando una entrega de despachos en Marín. De nuestras conversaciones recuerdo que compaginaba la intensidad de la discusión con un talante siempre tranquilo.
Con él se podía hablar de todo: de política, de economía, de literatura... y de los años de juventud que pasó en Barcelona, tan bien narrados en el primer volumen de sus memorias. Era culto y eso garantizaba el interés y el nivel de la conversación, que animaba con una punta de ironía. Si tuviera que escoger una palabra para definir su carácter, diría que su mayor virtud era la templanza y que era un político que consideraba como adversarios y no como enemigos a los que no pensaban como él.
En una cena de despedida antes de desplazarme a Madrid que recuerdo especialmente, el `president' Tarradellas me dijo que el buen político trabaja para el éxito de su sucesor. Por esta razón, aunque no solo por esta razón, Oliart ha sido un buen político que prestó a su país un servicio que era delicado, muy difícil y necesario. Lo llevó a cabo con discreción y con eficacia plena.
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