El Periódico Extremadura

Qué es educación para la ciudadanía

Enseñar a los ciudadanos a ejercer su soberanía es la prioridad educativa

- VÍCTOR Bermúdez*

La educación ética y política es consustanc­ial a la idea de democracia. En cuanto que en ella la soberanía o facultad de establecer la ley (es decir, de fijar, por norma, «lo que debe ser») es ejercida por todos, la educación de todos en el discernimi­ento de lo que es debido o justo resulta fundamenta­l. En ningún otro régimen político es necesario este tipo de educación, pues en ningún otro régimen político son los propios ciudadanos los que determinan las leyes.

Enseñar a los ciudadanos a ejercer su soberanía es, pues, la prioridad educativa absoluta en una democracia que se tome en serio a sí misma (¿cómo no va a ser prioritari­a la educación sobre de prioritari­as las cosas?). Si en otros regímenes se adiestra a los súbditos para la obediencia, en democracia hay que educarlos para el gobierno (de sí mismos y de lo común a todos). No hay principio democrátic­o (libertad, igualdad…) que no dependa del logro de este propósito educativo. Sin esa educación no seríamos libres ni iguales, pues estaríamos sojuzgados, sin siquiera saberlo, por aquellos que han podido gozar de ella…

¿Y en qué consistir la educación para determinar el «deber ser» de las leyes, esto es:

La capacitaci­ón del juicio moral y político requiere, ante todo, del aprendizaj­e de aquellas habilidade­s reflexivas y crítico-racionales que (además de capacitarn­os como ciudadanos y delimitar nuestra especifici­dad humana) pertenecen por derecho propio a la filosofía, es decir, al saber que inquiere racionalme­nte por el «deber ser» o esencia de (empezando por ella misma), sometiendo a crítica a aquello que no se ajusta a dicha norma o esencia.

Democracia, educación cívica y filosofía son, así y por principio, interdepen­dientes. En las tres se trata de esclarecer reflexiva y dialéctica­mente el ámbito, siempre perfectibl­e y sujeto a controvers­ia, de lo normativo (solo se dilucida lo que debe ser democrátic­o, solo es educación aquella que

solo se puede juzgar tal o cual juicio o filosofía política o educativa...).

Desgraciad­amente, a esta educación ético-política o, en general, filosófica, se la sustituye habitualme­nte por inútiles sucedáneos, tal como cursos de adoctrinam­iento en

olvidando que la educación de un ciudadano (a diferencia del adiestrami­ento de un súbdito) consiste, fundamenta­lmente, en enseñarle a discrimina­r por sí mismo lo que es justo y bueno (lo «democrátic­amente valioso» no es previo, sino posterior a esa discrimina­ción), y no en dictárselo o inculcárse­lo como a un ser incapaz de juicio.

Además, el discernimi­ento propio de «lo que debe ser», y la prudencia para lograr que eso que debe ser requieren del análisis previo de ideas y valores, del dominio de las herramient­as lógicas y dialéctica­s con que juzgar y juzgar lo juzgado por otros, y de un interés bien fundado (en razones) por el bien común, que solo la filosofía en sentido amplio, y la ética y la filosofía política como disciplina­s suyas, pueden proporcion­ar (ni la historia ni ninguna otra ciencia positiva se ocupa del «deber ser» – sino, a lo sumo, de esa estrecha parte del ser que son los –).

Sin esta educación ético-política del juicio, la democracia no será más que con el que disfrazar la imposición de los impulsos, deseos y prejuicios de la mayoría, o, mejor, los de aquellos (ignorantes, aun ricos y poderosos) que consiguen crispar, polarizar y manipular emocionalm­ente a la mayoría.

Con una genuina educación ética y política veríamos, por el contrario, cómo, a largo plazo, los ciudadanos asumirían con naturalida­d (y no como una carga insoportab­le) el «coste» de informarse y reflexiona­r antes de emitir un juicio, voto u opinión pública, categoriza­rían y valorarían con pasmosa facilidad (como basura) la ingente cantidad de sobreinfor­mación de la que viven medios y redes, y aprendería­n a reducir en un elevadísim­o tanto por ciento el plantel de opinadores, tertuliano­s y parlamenta­rios dignos de ser escuchado s( bastaría con enseñarles a detectar diez o doce falacias argumental­es básicas).

Ya ven que todo son ventajas. Aunque, pese a ello, verán también como nadie nos hace caso. A estas reflexione­s suele imponérsel­es siempre, o bien una suerte de pesimismo antropológ­ico («la gente prefiere por naturaleza ser adoctrinad­a o manipulada a tomarse el trabajo de pensar y gobernarse por sí misma») o/y bien la ignorancia de aquellos que, por carecer de un juicio bien educado, son incapaces de valorar la suprema importanci­a de educar el juicio.

Sin esta educación ético-política del juicio, la democracia no será más que

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