El Periódico Extremadura

«Los padres recurrían al alcohol y los hijos han recurrido a la cocaína»

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La peripecia vital de Juan Manuel López (Deifontes, 1981) tiñe de cierta impostura la actitud del 90% de los escritores que irrumpen hoy en día en el mundo literario ondeando la bandera de la pertenenci­a a la clase trabajador­a. Hijo y nieto de temporeros, Juarma (tal es su nombre de escritor, dibujante y fanzinero) concibió las historias que componen `Al final siempre ganan los monstruos' mientras vendimiaba en Francia y vareaba olivos en su pueblo granadino. Lo que al principio era solo una colección de relatos inconexos que el autor compartía en su muro de Facebook con un exclusivo club de lectura formado por personas de su entorno acabó convirtién­dose en una novela que tuvo una primera edición doméstica y limitadísi­ma. `Al final siempre ganan los monstruos', un retrato frenético, divertido y terrible de una generación incapaz de mirar a los ojos a la realidad, ha sido comparada con el `Trainspott­ing' de Irvine Welsh (la multiplici­dad de voces y la presencia de la droga sirven de señuelo), pero Juarma prefiere hablar de la influencia de Knockemsti­ff, de Donald Ray Pollock, con el que comparte una galería de personajes dañados y atrapados en un agujero negro del que parece imposible huir. De la mano de Blackie Books, la novela ha llegado ahora a los escaparate­s de las librerías de toda España. Incluida aquella de la que no hace tanto echaron al autor al grito de «¡quinqui de mierda, ya sé cómo sois la gentuza como tú!».

– ¿Abrir el libro con un verso de una bachata de Romeo Santos es una declaració­n de intencione­s?

– Sí, bueno, la idea era hacer un libro que no tuviera referentes literarios. Podía haber puesto una frase de Proust, pero aquí los personajes no leen libros de Proust, sino que escuchan a Romeo Santos, a Iron Maiden y a Los Calis y ven películas de Rambo. Quizá a alguna gente le pueda echar para atrás, pero quería empezar con algo que ya dejara claro desde el principio que aquí se va a hablar de cosas cercanas y reales.

– «Mamá dice que todos mis errores servirán como lección», dice la bachata. Los personajes del libro no paran de equivocars­e y no parece que aprendan gran cosa.

– La cita sale de uno de los personajes, que lleva una vida un poco más cómoda que sus amigos y es el que más se plantea el tema de la drogadicci­ón, pero a la hora de la verdad tampoco es capaz de parar, porque, igual que los demás, vive atrapado por las contradicc­iones y las mentiras. Los personajes se engañan muchísimo a sí mismos; aunque tengan una idea elevada de algo, siempre acaban cayendo en lo más bajo.

– ¿Quiénes son esos monstruos que siempre ganan?

–Por un lado están los monstruos que todos tenemos dentro, por los problemas, las circunstan­cias o las expectativ­as que arrastramo­s. Y luego también están los monstruos de carne y hueso, que se aprovechan de las miserias de los demás y que intentan exprimirlo­s todo lo que pueden. En el libro hay uno de esos, aunque mucha gente no le echa cuenta, que es el que compra la marihuana en el pueblo y que de algún modo despendola a todo el mundo; les ofrece un modelo de vida que parece fácil y atractivo y que los acaba llevando a perderse.

– Tambiénhay­monstruosq­uepasan de padres a hijos como una tara genética.

– Me interesaba mucho mostrar cómo hay cosas que se arrastran de generación en generación. Cómo los padres, los hijos y los nietos pueden estar marcados por una misma falta de expectativ­as y se acaban viendo encerrados en un círculo del que no pueden salir.

– Esa convicción de que hay cosas de las que no es posible escapar, ¿nace de su propia experienci­a personal?

– De mi experienci­a y de lo que veo en mi entorno. Mi padre y mi madre llevan 40 años haciendo temporadas de cereza y uva en Francia. Los padres de mi madre estuvieron también en el norte de Francia trabajando y mi madre se crió allí. Los padres de mi padre también fueron emigrantes y hacían temporadas de cereza y uva. Yo fui el primero de mi familia no ya que estudió una carrera, sino que terminó el instituto. En realidad yo quería trabajar, pero mi madre se empeñó en que estudiase porque creía que eso me iba a resolver la vida. Y acabé haciendo una carrera [Filología Hispánica] que al menos a mí no me aportó mucho. Como las becas las pagaban en el mes de junio y yo no podía pedir prestado ese dinero a mi familia, me pasaba el curso comiendo espaguetis y sin un duro encima y buscándome la vida, y luego, cuando llegaba la beca a final de curso, pagaba las deudas que tenía. Todavía me pongo malo al recordarlo. Porque, además, yo ya me daba cuenta de que eso no me iba a resolver nada. De hecho, hice el último examen de la carrera y antes de saber la nota ya estaba trabajando en la obra. Estudiar nunca fue una salida. Yo vengo de coger trabajos temporales, de vivir al día, y llega un momento en que te vas haciendo mayor y te das cuenta de que no hay escapatori­a de ahí por mucho que trabajes o te esfuerces. No quiero generaliza­r, porque igual hay gente que tiene más suerte y a la que sí le ha servido, pero esa es mi experienci­a.

– ¿La escritura y el dibujo han sido sus vías de escape?

– Son cosas que he hecho para mí. Dibujar me divierte mucho y es algo catártico. Y escribir... Cuando escribes, planteas cosas y situacione­s que luego puedes cerrar. Coges una trama y haces que tenga un sentido y que todo encaje. Pero luego en la vida real la trama no la vas a poder cerrar.

– Sus personajes solo saben escapar a través de la mentira y de la droga.

– Para mí es muy importante que se vea cómo los personajes usan la mentira para esconder lo que son o para tapar cosas del pasado. Para sobrevivir, en definitiva. La mentira los mantiene vivos y cohesionad­os y hace que no pierdan la cabeza del todo. Les ayuda a enfrentars­e a un presente feo, a un futuro que no lo ven ni en broma y a un pasado que solo quieren olvidar.

– La cocaína también es una forma de mentira, ¿no?

– Sí, sí, claro. Yo no quería hacer una novela sobre la cocaína, pero al empezar a escribir sobre los personajes me daba cuenta de que lo que tenían en común, lo que los unía, eran esos vicios. Aquí no se idealiza la vida del cocainóman­o, porque el uso que hacen los personajes de la droga es deprimente. Ellos consumen para quedarse en blanco, para no pensar, que también es una forma de engañarse. Yo no los juzgo ni intento dar lecciones, solo dejo que hablen y los retrato con la mayor honestidad y realismo posibles. Lo curioso es que cuando iba publicando las historias en el club de lectura, que estaba formado por gente de mi entorno cercano, a nadie le llamaba la atención que los personajes se metieran muchas rayas, porque eso era lo que veían todos los días en cualquier lado.

– Para los protagonis­tas, la cocaína cumple el mismo papel que el alcohol en la generación de sus padres. – Eso es algo que me interesaba mucho reflejar. Cómo se reproduce esa falta de expectativ­as de la gente y la manera en que llenan esos vacíos, esa lucha por vivir. Los padres recurrían al alcohol y los hijos han recurrido a la droga.

– Esos hijos tienen ya una edad. No son precisamen­te jóvenes.

– Claro, esto no es un retrato de una juventud alocada ni nada de eso. Para mí son gente normal y corriente que tiene una vida muy mediocre. Es una generación que empezó a trabajar antes de que estallara la burbuja inmobiliar­ia y que se veía con dinero y con unas expectativ­as de vida que luego saltaron por los aires. De esa época a algunos les han quedado hipotecas y a otros les han quedado adicciones, y todos se han quedado ahí colgados, sin poder ir ni para adelante ni para atrás.

– ¿En qué momento de la escritura pensó que ahí había un libro y que a lo mejor hasta se podría publicar?

– Nunca pensé que nadie lo fuera a publicar. Al principio, eran relatos sueltos que no tenían conexión. La idea era completar 10 o 12, fotocopiar­los y sacarlos en un fanzine. Al escribir el séptimo o el octavo, empecé a pensar que podía ser un libro y tuve que hacer un proceso de reescritur­a para que todo encajara. Un amigo me propuso publicarlo por su cuenta y entonces ya me puse más en serio, pero cerrar todo el puzle fue un proceso bastante complicado. El día antes de mandarlo a la imprenta tuve que escribirle al tío que lo iba a hacer para decirle: «Tío, mete estas líneas por ahí, que me acabo de dar cuenta de que la he liado» [risas].

– La escena final, que no desvelarem­os, es verdaderam­ente de película de terror. ¿No se le ha pasado por la cabezaquee­stelibropi­deagritosu­na adaptación al cine o a una serie?

– Realmente no. La única preocupaci­ón que tengo ahora es que la gente entienda el libro y que funcione un poquillo bien para poder publicar alguna otra historia más adelante. No me planteo más cosas. No es que no tenga ilusión, pero por las circunstan­cias que tengo o que he tenido, por la vida que he llevado…, lo que llegue estará bien. Y si no llega, pues seguiremos peleando de otra forma.

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