Tratamiento total de al menos seis meses, pero por su edad está «en tierra de nadie»
mos conflictos en casa. ¿Qué era mejor? ¿Obligarla a comer o no? No sabíamos nada. Nos mentía y decía que sí había comido algo, pero en realidad no lo había hecho. Le dijimos que tenía un trastorno, pero no lo entendía». La familia optó por contratar a una psicóloga privada, aunque con el paso de las semanas no vieron ningún avance significativo.
A finales de septiembre, esta madre ingresó a su hija -completamente desnutrida- en las urgencias de Sant Joan de Déu, donde la psiquiatra confirmó el durísimo diagnóstico: trastorno alimentario. «Nos dijeron que nos llamaría una enfermera a casa para darnos pautas y para hacer el seguimiento», comenta. Pero esa llamada jamás se produjo.
La salud de la niña se fue a pique, así que Busquet rogó al CAP que intercediera. Finalmente, poco antes de Navidad y gracias a una pediatra, ingresó en un centro adscrito a Sant Joan de Déu para enfermos agudos. Allí permaneció un mes y medio. Recuperó de peso, recibió el alta y fue remitida a un hospital de día, donde sigue yendo todas los días, de nueve de la mañana a tres de la tarde. Sus profesionales hacen lo que pueden con los medios de los que disponen, pero la niña necesita atención intensiva. De vez en cuando empeora, ingresa en el hospital, la alimentan, recupera peso y recibe el alta. Es una espiral que no soluciona la raíz del problema porque la cría odia comer, es una tortura insufrible para ella.
«Mi hija necesita un ingreso total en un centro especializado durante al menos seis meses. Pero por su edad está en tierra de nadie. El sistema público acoge en ese tipo de instituciones a pacientes con trastorno alimentario a partir de los 15 o 16 años. Están saturados, pero por lo menos tienes una oportunidad de entrar. Con 13 años, no», explica Busquet.
A falta de soluciones desde la esfera pública, ha rastreado centros privados, a los que no tiene acceso. Tanto ella como el padre de la niña son trabajadores autónomos sin capacidad económica para pagar 4.000 euros al mes durante medio año como mínimo. A través de la aseguradora del instituto podría lograr una financiación para que la factura se redujera a 800 euros, pero solo es para chavales a partir de tercero de la ESO y su hija, que cumplió los 13 en noviembre, está en segundo.
Grito de desesperación Presa del cansancio, la desesperación y la impotencia de ver a a su hija cada vez peor, estalló un día en el hospital, donde ella la acompañaba (teletrabajando desde allí y sin poder salir). Gritó de dolor. Nadie le decía qué podía pasar con su hija, qué tipo de tratamiento podía recibir ni cuál era la mejor manera de abordar su grave problema de salud, más allá de la recuperación médica puntual que implica una alimentación intravenosa los días de ingreso hospitalario. «Perdí los papeles», reconoce. La respuesta de las autoridades sanitarias del centro fue una regañina en toda regla. Y ella se sintió todavía peor. Por la condescendencia y por todo lo que arrastra desde hace un año.
Completamente agobiada, Busquet escribió un descorazonador hilo en Twitter que causó cierto revuelo mediático. Ya ha recibido la llamada de un alto cargo de la Conselleria de Salut, que le dijo que se iba a interesar por su caso. Ayer le volvieron a llamar para decirle que su hija está recibiendo el tratamiento que «tiene que tener». Ella, sin embargo, no confía mucho en los políticos, pero sí en la cantidad de gente anónima que, vía redes sociales, le está dando información valiosa. Quizá haya un hueco de esperanza en el Clínic de Barcelona. De momento, cruza los dedos.
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