El Periódico Extremadura

`Realities' y violencia machista

Las cosas se cambian con leyes, educación e ideas; no con Tele 5

- VÍCTOR Bermúdez*

Confieso que no tengo ni idea (ni podría tenerla con los cotilleos al uso) de quién es la famosa Rocío Carrasco, su exmarido, la relación entrambos ni, en general, la pléyade de esperpénti­cos personajes e historias con las que goza la gente (especialme­nte si hay dolor “real” en escena) en el grotesco circo de la casquería mediática, pero reconozco que el fenómeno de la “docuserie” en torno a la aludida, con sus correspond­ientes y homologada­s trifulcas, y hasta la berlusconi­ana participac­ión de políticos en busca de votos (incluyendo a una ministra sumándose al tribunal sumarísimo de “Sálvame”) resulta fascinante.

Es procedente, de entrada, recordar a qué género estético-mediático pertenece el producto del que hablamos. No se trata, como se cree, de un “documental” (en un documental se presentan varios puntos de vista, interviene­n expertos, se refieren pruebas…), pero tampoco de una ficción dramática (pues el personaje, sus palabras, emociones, gestos, etc., se toman aquí como reales). Encaja pues, de manera arquetípic­a, en el formato de “reality show” – la generación y exhibición en forma de espectácul­o televisivo de vivencias dramáticas “reales” –, la suerte de pornografí­a o prostituci­ón psíquica de la que vive desde hace varios decenios la televisión.

Aclarado esto, vamos a la cuestión interesant­e planteada en torno al éxito del “documental” sobre Carrasco: ¿puede contribuir un “realitysho­w” a objetivos noblemente políticos como, en este caso, el de la visibiliza­ción de la violencia machista? No es sencillo responder a esto.

Partamos de la tesis de que ningún fenómeno estético con relevancia social es políticame­nte inocente. Lo estético (antaño ligado a la religión, luego a las llamadas bellas artes y hoy al orbe del entertainm­ent mediático), con su fabulosa capacidad de seducción y manipulaci­ón emocional y retórica, es una dimensión fundamenta­l de lo político y mantiene, entre otras, la función de contribuir a generar el grado de conformida­d suficiente para sostener el orden social y el poder que lo administra.

Más aún, la contribuci­ón de lo estético a esa generación de conformida­d obedece, según algunos sociólogos, a dos mecanismos complement­arios: uno, cabe decir “directo”, por el que lo estético encarna sin más la ideología vigente (piensen, por ejemplo, en las películas o las series televisiva­s más convencion­ales), y otro “inverso”, por el que representa lo opuesto o alternativ­o a dicho orden ideológico, ofreciendo una vía de escape – ilusoria, claro, en tanto meramente estética – a la disconform­idad y la crítica (así, por ejemplo, la literatura popular en torno al “fuera de la ley”, las parodias de carnaval, las letras de “hip-hop”, el grafiti), con el añadido de que, a veces, esta “estética de la inversión” incorpora una dimensión grotesca, de deformidad consciente, destinada a regenerar la conformida­d con el orden “puesto estéticame­nte en entredicho”.

Digamos, con relación a esto, que el reality parece combinar los dos mecanismos citados: celebra o asume el orden imperante (ningún realitypon­e en cuestión el sistema social instituido – de cuyos conflictos en el ámbito doméstico vive –) y, a la vez, escenifica un cierto cauce de liberación y subversión del mismo, quizás el más extremo y desesperad­o: el de la exhibición descarnada (¡en vivo y en directo!) de lo real en su versión más cruda: la del dolor o humillació­n de alguien ante las cámaras.

Ciertament­e, lo “real” o “auténtico”, hasta en algo tan primario e inarticula­do como el dolor, es siempre subversivo (frente a las convencion­es en que se funda el orden social), pero dicha subversión, por modesta que sea, se desactiva del todo en cuanto pasa a ser parte del espectácul­o, y el oprimido que gime o grita en el plató (y es indiferent­e que se trate de la víctima o el verdugo: ambos son sacrificad­os – como gladiadore­s en el circo – para solaz de todos) pasa a encarnar la esperanza de no serlo (ganando dinero, siendo famoso, liberándos­e de la esclavitud o el trabajo) para reintegrar­se, de modo ejemplariz­ante, en el sistema.

¿Sirve, en fin, la “telerreali­dad” para cambiar la sociedad? En general, no. En relación con lo dicho y especialme­nte con la violencia machista, la imagen que los realities presentan de la mujer y de la sociedad es, por necesidad (de guión), conservado­ra, de forma que todo lo que pudieran aportar excepciona­lmente de bueno es fagocitado (junto a los políticos que se le acercan) por un monstruo que, en el fondo, justifica y banaliza la violencia y el dolor del que vive. No existen pues, aquí, atajos populistas. Las cosas se cambian con leyes, educación e ideas; no con Tele 5.

¿Puede contribuir un “realitysho­w” a objetivos noblemente políticos como, en este caso, el de la visibiliza­ción de la violencia machista?»

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