Siete décadas detrás de la Reina
No fue ni un padre amantísimo ni un marido fiel, pero jugó a la perfección su papel de consorte en la Casa Real británica. Nunca abandonó una estancia antes que su esposa.
El marido de la reina Isabel II pasará a la historia como el hombre que caminaba varios pasos detrás de su esposa. Fotografiado en miles de ceremonias, con un impecable uniforme naval o un traje de Saville Row, nunca dejaba la habitación antes que la soberana lo hiciera. De profesión consorte, figurar en segundo plano durante el más largo reinado en la historia de Inglaterra ha sido su papel en la vida. Una misión marginal, para quien no fue ni padre amantísimo, ni marido fiel, ni tampoco el hombre de acción que presumía en su muy lejana juventud.
«No puedo aguantar mucho más», declaró en tono irónico, cuando en mayo del 2017 anunció la jubilación y el fin de las tareas oficiales. Había participado, según el balance que se publicó entonces, en 22.000 compromisos públicos y había pronunciado más de 5.000 discursos. Era el resumen de siete décadas de servicios a la Corona, por el que su esposa se decía reconocida. Considerado durante largo tiempo como un intruso extranjero por el establishment, los británicos le toleraron, aunque no apreciaron las salidas de tono, su talante malencarado y arrogante.
El príncipe Felipe de Grecia y Dinamarca había nacido en la isla de Corfú. Fue el único varón y el más joven de los cinco hijos de la princesa Alicia y el príncipe Andrés, de origen germanodanés. Eran royals de segunda fila, sin fortuna alguna. Su infancia fue caótica, sin raíces, ni hogar. Poco después de su nacimiento, tras un golpe antimonárquico, la familia debió refugiarse en París, donde vivió con la ayuda de unos ricos allegados.
La madre acabó en una institución psiquiátrica cuando el niño tenía ocho años. Su educación fue una sucesión de internados, en Francia, Inglaterra y Alemania y en Escocia. Era malo en los estudios, bueno en los deportes y pronto comenzó a despuntar el adolescente macho alfa, juerguista y amante de las bellezas femeninas. La carencia de relaciones afectivas o de figura paterna marcaría la distancia que tendría con sus hijos.
En 1939, al estallar la Segunda Guerra Mundial, Felipe se alistó en la Marina Real Británica. Tenía 18 años y había vuelto
Isabel II y el duque de Edimburgo, en octubre del 2014. a coincidir con la princesa Isabel, de 13, embelesada con aquel primo lejano, alto, rubio, de ojos azules, atlético y extrovertido.
Los padres de la futura reina no estaban contentos. Preferían a alguno de los jóvenes aristócratas terratenientes ingleses, con abolengo, cotos de caza y fortuna. De todo eso carecía Felipe, al que su padre, jugador y mujeriego, dejó por toda herencia una brocha de afeitar de marfil, unos gemelos y un anillo, cuando un ataque al corazón se lo llevó con 62.
Retoques al pedigrí
Cuando se declaró a Isabel, el pretendiente tenía en el banco 6 libras y hubo de pedirle a su madre diamantes de una tiara para poder confeccionar el anillo de compromiso.
Felipe tenía además grandes conexiones con Alemania, lo que en plena posguerra no era una buena tarjeta de visita. Sus hermanas se habían casado con figuras del nazismo, algo que horrorizó al entonces primer ministro, Winston Churchill. Ninguna de ellas sería invitada a la boda real.
El gran valedor del futuro esposo fue su tío materno, Dickie Mountbatten, quien ayudó a dar algunos retoques cosméticos al pedigrí del novio. El «marido refugiado», como en la Corte le apodaban, tuvo que cambiar sus apellidos paternos, demasiado germánicos, (Schleswig Holstein), por la adaptación inglesa del materno, que de Battenberg pasó a ser Mountbatten. El prometido debió
pedir la ciudadanía británica y renunciar a sus títulos reales griegos y daneses. A cambio le fueron concedidos los de Su Alteza Real (H.R.H.), Duque de Edimburgo, Conde de Merioneth y Barón de Greenwich.
El ascenso al trono de Isabel II, cuando contaba 25 años, obligó al príncipe a dejar el trabajo en la Marina, ambiente de aventuras en cada puerto, en el que se sentía muy a gusto. Vivió como una humillación el que sus hijos, por recomendación de Churchill, adoptaran el apellido Windsor. «No soy nada más que una maldita ameba. El único hombre en Inglaterra al que no se le permite darles apellidos a sus hijos», comentaría resentido.
Patrón y presidente de 800 organizaciones, el duque no escondió el tedio que le provocaba tanta recepción, las horas de conversaciones educadas y vacías, tanta sonrisa y protocolo.
Una colección de affaires de los que nunca hubo fotos o pruebas inculpatorias. Escándalos con sordina, mientras en voz baja se hablaba de crisis matrimonial, del hartazgo de la reina con el mal humor de su marido, los desplantes, las bromas misóginas y racistas en público y en privado. «No me interesa lo que vayan a poner en mi tumba», dijo en una ocasión.
A punto de cumplir un siglo, Felipe de Edimburgo ha salido de escena sin dejar un legado digno de ser recordado. El duelo nacional será limitado.
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