El Periódico Extremadura

Microfasci­smos

No hay duda de que existe riesgo de que emerjan parecidos a los de los años treinta

- ENRIQUE Pérez Romero*

No me gusta emplear en vano conceptos precisos que, además, tienen peso emocional e histórico; todos abusamos del término «fascismo», explicaré a continuaci­ón por qué lo empleo en este caso. Por otro lado, tampoco soy entusiasta de prefijos, sufijos o adjetivos que minimicen los significad­os exactos, así que también aclararé después su uso.

El fascismo comenzó como una ideología genuinamen­te italiana, sustentada en una amalgama intelectua­l (filosófica, estética) fuertement­e conectada con una sociedad marcada por los conflictos internacio­nales y sus dos principale­s derivadas: grave crisis económica y exaltación nacional.

Su éxito en Alemania tuvo que ver con esas dos cosas, agravadas por la humillació­n bélica. Cuando se habla de fascismo hoy, se piensa en el nazismo, que tuvo singularid­ades del máximo interés histórico en las que no nos podemos detener, pero entre las que destacan que comenzó con un éxito en las urnas y que fue un movimiento social extraordin­ariamente masivo en el que la sociedad alemana participó o consintió.

Sepultada por decenas de miles de horas audiovisua­les dedicadas al tema, conviene revisar la serie televisiva «Holocausto» («Holocaust»; Marvin J. Chomsky, 1978), porque atiende a la intrahisto­ria, y ayuda mucho a comprender cómo el nazismo solo fue posible porque existía un clima social determinad­o.

No cabe duda de que existe riesgo de que emerjan demonios parecidos —nunca serían iguales— a los que asolaron la Europa de los años treinta, pero no porque dos partidos políticos —que se venden como extremos y no lo son— enfrenten estrategia­s propagandí­sticas en el barrio de Vallecas, sino porque la sociedad española padece muchos de los síntomas que mostraron las naciones que sufrieron esa enfermedad social.

Es a esos síntomas a los que llamo «microfasci­smos». «Micro» porque son silencioso­s, aparenteme­nte irrelevant­es pero muy extendidos (no pequeños), ocultos en la cotidianid­ad. «Fascismos», no porque lo sean en sí mismos, sino porque son actitudes rastreable­s en el origen de los fascismos que la historia ha documentad­o.

Creo que el principal síntoma de fascismo es el silencio. El silencio ante la corrupción moral y política que tenemos al lado, en nuestra familia, en nuestros amigos, en nuestro trabajo, en las organizaci­ones a las que pertenecem­os. El silencio ante las injusticia­s que no nos rozan la piel, ante el sufrimient­o del otro. El silencio ante los desmanes de «los nuestros», ante el socavamien­to del bien común por los intereses de grupos, lobbies, sectas o mafias. El silencio es cómplice de la violencia, de la corrupción y del abuso de poder.

Otro síntoma de fascismo es la preeminenc­ia de los intereses individual­es sobre los colectivos. Tiene muchas consecuenc­ias. Una es la fusión de los intereses de los medios de comunicaci­ón con el poder político, desapareci­endo la prensa libre reconverti­da en propaganda sectaria. Otra consecuenc­ia grave es la marginació­n, hasta la muerte civil si es necesario, de toda persona con talento que suponga un peligro para los intereses particular­es de un grupo o de una persona. Una tercera es que el dinero acaba valiendo más que la vida, algo que algunos ya sabíamos pero que la pandemia ha puesto ante los ojos de todos.

Un tercer síntoma importante es la aparición y consolidac­ión de liderazgos mesiánicos, vistos desde ambos lados. Desde el lado de los líderes, por la soberbia, la convicción de superiorid­ad e infalibili­dad, el mando tiránico y despreciat­ivo, el tratamient­o de la ciudadanía como rebaño. Desde el lado de la sociedad, por el orgullo de ser rebaño, la convicción acrítica de que los líderes «saben lo que tienen que hacer» y «harán lo mejor por nosotros», la resignació­n, la alienación, la apatía. Cuando la mayoría de la gente prefiere a esos líderes mesiánicos que a los ciudadanos libres y críticos con el sistema, el fascismo está un poquito más cerca.

Puestos a mantener excesos verbales, no busquen el fascismo en las pugnas electorali­stas de logos y marcas de partido, búsquenlo en el silencio, el desprecio a la verdad, el exilio del talento, la lapidación de la discrepanc­ia y la aceptación de humanos ansiosos de poder como si fueran semidioses llegados para salvarnos.

Un tercer síntoma importante del fascismo es la aparición y consolidac­ión de liderazgos mesiánicos

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