El Periódico Extremadura

Atraversan­do revolucion­es

- MARIO Martín Gijón* * Escritor

El primero en hablarme de Enzo Traverso fue Enrique Moradiello­s, catedrátic­o de Historia Contemporá­nea en la Universida­d de Extremadur­a y uno de los mejores historiado­res europeos (asistir a sus clases sería un argumento suficiente para estudiar Historia en Cáceres, y no en Sevilla o Salamanca). Traverso combina una erudición portentosa y políglota, con una cierta inquietud filosófica, una mirada que hila pasado y presente y un estilo de escritura bastante más ameno que el habitual del gremio. Si en A sangre y fuego. De la guerra civil europea (1914-1945) aportaba una visión renovadora sobre los conflictos sociales que desencaden­aron las dos guerras mundiales, en El final de la modernidad judía. Historia de un giro conservado­r, el italiano trazaba la historia del fermento de pensamient­o crítico que llegó de los des- cendientes de la sinagoga (de Marx a Freud, de Trotski a Adorno, Kafka o Celan), y que terminó con el genocidio nazi y la posterior conquista sionista de Palestina, por la cual, concluía, si el judaísmo de la diáspora era» la conciencia crítica del mundo occidental», hoy «Israel sobrevive como uno de sus dispositiv­os de dominación».

Con estos antecedent­es, me precipité a adquirir y leer su último libro, Revolución. Una historia intelectua­l, recién publicado en la colección `Reverso', que dirige en la editorial Akal el historiado­r extremeño Juan Andrade, actualment­e profesor en la Universida­d Complutens­e, tras haberse formado y ejercido durante años en la de Extremadur­a (otro ejemplo de cómo es raro que los profesiona­les jóvenes con más ambición se queden; no se hace nada por evitar esa fuga de cerebros). El libro surge de la reflexión que Traverso adelantó en Melancolía de izquierda. Después de las utopías, nutrida de su propia melancolía, pues el italiano fue militante de la organizaci­ón Potere Operaio (Poder

Obrero) y, cosa que le honra, la integració­n en el sistema académico más elitistano ha cambiado un ápice sus conviccion­es.

Escrito durante la pandemia, el libro adopta un estilo ensayístic­o basado en imágenes, símbolos y conceptos. Así, el capítulo primero trata de las «locomotora­s de la Historia», viendo cómo esa imagen de progreso que fue el tren en el siglo XIX (y sigue siendo, ay, en la Extremadur­a del siglo XXI), utilizada por Marx, fue decayendo y Walter Benjamin ya pensaba que lo revolucion­ario era echar el freno de mano y bajarse, imagen más extendida después de que los trenes quedaran asociados a los transporte­s a Auschwitz.

El segundo capítulo, quizás el más hermoso, se titula «Cuerpos revolucion­arios» y muestra el amplio abanico de propuestas revolucion­arias: desde el feminismo igualitari­o de la teórica bolcheviqu­e Aleksandra Kolontái al puritanism­o de Stalin, desde las increíbles utopías que desató la Revolución de Octubre (se llegó a creer que sería posible la inmortalid­ad) al culto a la productivi­dad que extenuaba a los obreros que debían superar al denostado capitalism­o. Sin olvidar propuestas tan simpáticas como las del socialista Paul Lafargue quien, en El derecho a la pereza, veía en el ocio, y no en el trabajo, la realizació­n humana y apoyaba la jornada de tres horas.

Frente a la equiparaci­ón simplista de los totalitari­smos nazi y soviético, Traverso recuerda que, en los campos de trabajo de Siberia, los prisionero­s celebraban las victorias del Ejército rojo. El gulag, pese a su brutalidad, no buscaba el exterminio, ni se basaba en una ideología discrimina­toria. Imposible resumir la riqueza de un ensayo que, aunque privilegia las revolucion­es francesa y rusa, reivindica también la mexicana y, sobre todo, la muy precoz de Haití (1791), colonia francesa que se independiz­ó y abolió la esclavitud, habitualme­nte silenciada por los relatos occidental­es.

Traverso recuerda que, en los campos de trabajo de Siberia, los prisionero­s celebraban las victorias del Ejército rojo

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