El Periódico Extremadura

Tarde de toros en Trujillo

José Antonio Barquilla Mateos

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Huertas de Ánimas (Trujillo)

Javier Cortés y Román y el novillero trujillano José Rojo, la última tarde de abril, en la plaza de toros de Trujillo. La tarde era grana y oro como un capote torero, y no eran las cinco en punto de la tarde, como la hora trágica de Ignacio Sánchez Mejías. No era una tarde lorquiana llorando en verso a su amigo torero y poeta también en la hora trágica de su muerte.

Ni la tarde triste y última de Manolete con llanto y pena de campanas de Linares. Ni la tarde también trágica de Joselito en Talavera. No era afortunada­mente una tarde así, sino una tarde de luces y fiesta en la plaza de toros de Trujillo el treinta de abril. Y la media plaza en sombra se llenó de aplauso y de pañuelos blancos, y de olor de rosa y perfume, y hasta de olor a puro y a fiesta, con algo de sabor añejo, y mujeres guapas, como doña Sol, la de Sangre y arena, de Blasco Ibáñez. Lo que ocurre que ahí, en la novela del escritor valenciano, también hubo tragedia y la bestia sedienta de sangre era el público. Sangre humana y trágica en la hora taurina, porque la llamada fiesta nacional, lleva un sello de tragedia siempre, no tan oculto en el alma de color y pasodoble del espectácul­o.

Como mariposas negras o como banderilla­s negras de castigo está en algún lugar, quizá tras los rincones en sombra de barrera, la mala hora, o el duende fúnebre, con arte macabro para dar la puntilla certera y teñir de sangre y de muerte la tarde tabaco y oro. Nunca se sabe.

Es la presencia quieta, como una estatua del cementerio sevillano del Tenorio en quietud espantable, que está ahí, con «quietud tan pertinaz», esperando siempre. Porque esa presencia «invisible» se adivina en la tarde de toros, y los toreros, más que al toro, torean a esa presencia fúnebre que lleva el toro en los pitones, tan cargados de muerte.

Y el público vive el temblor de la fiesta, como un corazón unánime, latiendo un poco descompues­to, viviendo la fiesta, y, aunque no se diga, sintiendo la suerte del toro, cuando su final se alarga y su sangre fluye abundante y oscura en un desenlace torpe de puntilla o descabello.

Y, en esa tarde de toros, vi una mujer que aplaudía el arte del torero, y no miraba el castigo del toro. Un contrasent­ido comprensib­le, como la dualidad que habita el alma humana.

Pero, en fin, la tarde taurina de Trujillo estuvo llena de arte, y las horas en sombra de primavera, tan llena de perfume y de fiesta, mereció la pena vivirla.

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