El Periódico Extremadura

La matanza

Ya huele a café de puchero en la cocina, ya las luces tenues del alba asoman por el postigo...

- FERNANDO Valbuena * * Abogado

San Cristóbal, 36. Mañana fría de invierno, mañana de patio y matanza. Tres jaulas y dos jilgueros. Un cubo de lata junto al pozo. Agavillada, la retama seca. La vieja máquina de picar, las artesas… todo al aguardo. Y, más allá, al otro lado de la puerta falsa, la niebla sobre las majadas. El cochino, la encina y los primeros rayos del sol... Madre canta bajito. Ya huele a café de puchero en la cocina. Ya las luces tenues del alba asoman por el postigo. Sobre la lumbre, la trébede y sobre la trébede, en una enorme sartén, los ajos bailotean en aceite. Y allá donde no alcanza la luz, la abuela, los ojos ciegos, empapa migas por última vez.

Va llegando la gente matancera. Ya es de día, ya están aquí el alboroto y el aguardient­e, las risas y el vino caliente de tía Carola. Alguien, a lo suyo, afila los hierros en un rincón del patio; al cinto, el gancho. Los zagalones van a por agua a la fuente, los hombres a por el cochino. Recela el animal en su zahurda, le van apretando; el más decidido le agarra del rabo y en un santiamén todos caen sobre él. No se rinde. Gruñe. Chilla. Alguien, por fin, le traba las patas. Sigue chillando, antes y después de que, entre todos, lo levanten sobre el tajo. Casi dieciocho arrobas…

La matanza, el rito. El puerco en el tajo. El matanchín que le palpa la muerte. El cuchillo que le abre las carnes. El guarro que chilla como un demonio mientras la sangre, camino de ser morcilla, le mana generosa por la herida. ¡Que gire la sangre en el lebrillo al son de un cucharón de palo, que no cuaje la sangre derramada del animal exangüe, que, con sangre, cebolla y lo que se tercie, lustres y mondongas! Ya arden las retamas, todo lo ocupa el olor acre a piel quemada…

El prometido de la niña es la primera vez que entra en casa. Todos le miden las mañas: que si es flojo, que si no lo es… que si vete, que si vuelve… Padre le ofrece tabaco de su petaca de cuero. Están prometidos para verano, para después de la trilla. Ya están bordadas las sábanas.

Cada cual a lo suyo. Los hombres, orgullosos, despiezan. Las mujeres, diligentes, lavan las tripas con vinagre y sal. Los niños y los gatos enredan. El perro, al que por mastín llaman noble, ladra. Sobre las brasas, las moragas… La máquina de picar rula; cae la carne picada sobre la artesa. Se santiguan las guisandera­s con los dedos aún empapados en sangre. Algunas rezan como rezaban de niñas. Sal, ajo, pimentón... y, para el adobo, la gracia que derraman sus manos. Ahora, sobre la trébede, el caldero donde mansamente cuecen las morcillas. Leña de encina. Otra vez la encina entre nosotros. Hígados, riñones, corazón… el vaho de las entrañas calientes. Sopina de asadura. ¡Metralla de olores en tropel! El vino y los cuarterone­s de tabaco van de mano en mano entre chanzas y picardías. Los hay que cantan. Los hay que bailan. Van y vienen los gatos a sus anchas.

Las mujeres embuchan chorizos, salchichon­es y morcones, mientras los hombres trajinan jamones. Pronto, la sal, el frío y el humo obrarán el milagro de su curación. Ya cuelgan de los varales tocinos y papadas. En una olla, la manteca que mañana será merienda entre pan y azúcar. Velas, jabones, una zambomba, y con los chicharron­es, tortas. Todo tiene su apaño. Cae el sol. Cansados. Aún vivos. A lo lejos palpita, alunada, la dehesa.

Se murió el cochino, se murieron los que lo mataron. De aquellas sábanas bordadas no queda nada. De aquellos novios, solo las mondas. Hace años que se vinieron abajo los muros de casa. Y, sin embargo, por San Antón, a las claras del alba, hay quien oye cantar bajito en San Cristóbal, 36.

Se santiguan las guisandera­s con los dedos aún empapados en sangre...

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