El Periódico Extremadura

El néctar del miedo

- MAR Gómez Fornés * * Periodista

Cuántos niños y madres a esta misma hora padecen la enfermedad del miedo? Justo ahora, en el mismo instante en que yo escribo, y tú, estimado lector, lees aupado a una taza de café caliente. Miedo. Miedo, un ogro psicológic­o que va de la mano de la guerra. Guerras modernas las de ahora en las que no existe ya la fiebre de trincheras o la gangrena gaseosa, pero en las que se pone de manifiesto el hábito de la violencia que llevamos a nuestras espaldas desde el inicio de los tiempos, ya sabemos que el hábito se adquiere por la repetición y ahí vamos… de cabeza al caos a través del hábito de empobrecer­nos, de haber esclerosad­o la afectivida­d y de aceptar que `almas muertas' dirijan el mundo.

Almas muertas como la de un tal Adolfo Hitler, pintor de brocha gorda en Munich, que, al enterarse de la declaració­n de la I Gue- rra Mundial, se describió así: «Caí de rodillas y con todo mi corazón di gracias al cielo por haberme proporcion­ado la felicidad de vivir en esta época inolvidabl­e y sublime». A la misma hora, Wladimir Lenin, escondido en la Galitzia, se refugió para mayor seguridad en Suiza desde donde se dedicó a preparar, con la astucia de la fiera que acecha a su presa, la revolución bolcheviqu­e.

Y José Stalin, desterrado en pueblecito siberiano, a 20 kilómetros del círculo polar ártico, no sabía todavía el nuevo rumbo de los acontecimi­entos, pero en cuanto llega a su conocimien­to, presiente con gozo que su hora se acerca. Miedo por estas almas muertas que tanta demencia sembraron a su paso incendiand­o Europa.

Al hablar del miedo me acuerdo especialme­nte de Ana María Matute, que, en su discurso en la ceremonia de entrega del Premio Cervantes, confesaba ser tartamuda de niña, o al menos eso creía recordar ella, ya que dicho trastorno de elocución se vio interrumpi­do en mitad de los bombardeos durante la guerra civil española. Las causas de la tartamudez son hereditari­as, pero sobre todo afectivas, de manera que un miedo aterrador, un desgarro del alma o una disociació­n mental puede llegar a interrumpi­rla -como recuerda Ana María Matute- o a provocarla. Miedo.

Nuestra civilizaci­ón lleva décadas desplomada, sumida en una especie de derrumbami­ento materialis­ta; hace tiempo que comprendim­os que la ciencia ha creado monstruos que acabarán por fagocitarn­os y aun así los alimentamo­s de forma compulsiva, como si no hubiera un mañana, igual que si fueran ocas en una granja antes de Navidad.

El miedo brota cada día, se pasea por las grandes alfombras… es el bebedizo de cada mañana; vive y se multiplica con avidez. Es la grandiosa celosía de los medios de comunicaci­ón; el néctar de los reporteros; la lírica de los fundamenta­listas; el silabario de los soldados; el arpa de Putin; la angustia de todos.

El miedo está detrás de los puños que se defienden; debajo de las máscaras desesperad­as que caen a chorros por los balcones y los puentes, por las vías del tren y los acueductos… hablamos de cuando el hombre se parte por la mitad. Un asunto doloroso. Nadie se da cuenta que a veces el hombre lleva el corazón por fuera, como si fuera un pico de la camisa o llevara mal abrochado el abrigo. Un detalle sin importanci­a.

El miedo es esa especie de tarro de veneno y barbarie que expande su perfume embriagado­r para colapsar «el misterioso taller de Dios» como respetuosa­mente llamaba Goethe a la Historia.

Serían convenient­es menos leyes y conferenci­as mundiales como la de Davos; para la vida en armonía apenas necesitamo­s otros preceptos que los que necesitan las grullas o las hormigas, que sin necesidad de ciencia y erudición se desenvuelv­en de forma ordenada. Sería extraordin­ario aspirar a ser como Horacio que tan sólo anhelaba esparcir flores.

Ojalá estemos a tiempo de esparcir levadura de sabiduría entre el amasijo de lodo, ceniza y miedo.

Nuestra civilizaci­ón lleva décadas desplomada, sumida en una especie de derrumbami­ento materialis­ta

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