El Periódico Extremadura

Un jarrón de flores

- MAR Gómez Fornés* * Periodista

Esas pocas flores que quedaban en el jarrón se fueron apagando como un árbol al finalizar la estación que lo vio florecer. ¡Tantas cosas son las que ya no florecen! La sensación que una vez fue flor; el jardín que un día se vistió de flor; la casa que llenamos de ramos de flores por el cumpleaños; la rabiosamen­te hermosa estación de las flores… La misma flor una y otra vez que nos arrancan del corazón desflorado, como ese vestigio de las olas cuando se retiran de la playa. ¡Ah! Esa playa cuajada de estrellas que un niño se aferra en devolver al mar. Cuentan que un viejo profesor cansado de haber sido bondadoso paseaba por esa misma playa sin agacharse a recoger ni una sola estrella de mar; estaba decepciona­do del mundo, desolado por la apatía de la gente; cuentan que al ver a ese niño entusias- mado lanzando las estrellas al mar para salvarles la vida, se acercó y le dijo: no te preocupes, deja ya eso pues es imposible que puedas salvarlas a todas, vengo caminando kilómetros y kilómetros y hay millones de estrellas esparcidas moribundas en la arena, nunca lo conseguirá­s y además, -preguntó desazonado al niño- ¿a quién le importa una estrella más o menos?. Cuentan que el niño acercándos­e al anciano profesor con una estrella en la mano le respondió: a esta estrella sí le importa ser salvada… Entonces la lanzó al mar.

Hay cuentos que en realidad no son para niños sino para adultos; cuentos que sirven para despertar una emoción dormida como cuando una flor se queda mustia por falta de agua y de repente al beber se despierta y embellece la habitación o el patio en el que alguien la dejó plantada.

A veces caminamos por nuestros caminos interiores sin saber muy bien a dónde nos dirigimos, sin mapa ni brújula; vamos en busca de una flor que le otorgue naturaleza viva al corazón; en busca de un cerezo en flor con el que jugar en tiempos de niebla mental; vamos de acá para allá retocando las jarcias y los juncos, apartando los jaramagos como si con ello se aclarara el camino. Corremos sendero abajo en busca de una emoción que nos lleve a otra, así como en un prado a una flor le sigue otra y otra y luego otra hasta ajardinar el espacio infinito. En el trayecto nos acompañan nubes, personas, elanios y sombras que suelen ir un paso por detrás de nosotros… Vamos lentos porque se acerca un final de estación e ignoramos quién nos espera en el andén sin equipaje. ¿Será el otoño con su melancolía? ¿será la primavera con su deshielo y los insectos zumbantes? Sea lo que sea las flores del cerezo ya están irradiadas en el pergamino de la mente.

A veces el camino interior está lleno de olores como el de una granada que revienta sobre la fuente blanca de porcelana con sus pepitas rojas clin, clin clin. Es la textura de una emoción muy viva que irrumpe con la fuerza de un collar de perlas roto. Y es en ese recital clin, clin clin que va por los suelos con su música donde nos percatamos de una exigencia, la demanda de llevar a cabo una reflexión cotidiana, de hacer una pausa y observar los detalles, el tiempo regalado; parar el reloj de las cuatro estaciones y darnos cuenta de la lentitud que ansiamos respirar.

Es tiempo de cerezas y auroras boreales; de indagacion­es; tiempo de salomas mezcladas con ron marinero. Es el tiempo que nos ha tocado vivir y que algunos días detestamos, pero al día siguiente amamos como los poemas de Sandro Penna o la agitación de Polvorilla Stevens. Ese día sabemos que hemos llegado a la estación de los entusiasmo­s y ahí nos bajamos para contemplar el mundo desde una remota provincia, el lugar más hermoso y florido del mundo.

Ese día sabemos que hemos llegado a la estación de los entusiasmo­s y ahí nos bajamos para contemplar el lugar más hermoso y florido

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