Ineptocracia y política
Los líderes políticos, en vez de esforzarse por convertirse en probos servidores de lo público, están pendientes de sus asesores de imagen y se afanan en controlar los medios de comunicación e implantarse en las redes sociales
Los pueblos siempre han tenido la costumbre de erigir estatuas a sus dioses, a sus próceres y a sus políticos. Las estatuas que después acaban derribándose son las de los dioses y las de los políticos. Quizá porque hay algo de falso en ellos. La actividad política es una de las profesiones peor consideradas entre los ciudadanos. Se piensa que contamos con una casta de políticos profesionalizados que, salvo su militancia en la vida pública, no han hecho otra cosa. En todos los tiempos ha habido desconfianza y animadversión hacia los políticos. Y en cada momento histórico se suele opinar que la laxitud moral de sus gobernantes es la peor de todas; que se ha llegado a una situación tal que parece que viven sin la más mínima moralidad; sin ética. Y, aunque no nos sorprenda, eso es también lo que se piensa ahora. Épocas de corrupción han existido siempre, incluso a mayor escala.
El problema es que en estos tiempos tampoco importa la estética. Antes se daba cierto grado de honorabilidad y compromiso social, y cuando un político era sorprendido en algo ilícito, y más aún si era ilegal, procuraba alejarse de la vida pública, y en la época antigua incluso se alejaban de la vida. Ahora, en la mayoría de los casos, no ocurre lo mismo.
Los políticos reivindican su inocencia y utilizan los resortes del Estado sin ningún escrúpulo para hacerse perdonar. Y así tenemos que los terroristas se declaran víctimas y culpan de sus fechorías al Estado opresor; los golpistas se autoamnistían porque la culpa es del Estado que quisieron subvertir; los malversadores justifican sus actos por haber actuado en pro del bien común, y los corruptos se ufanan de sus acciones porque han mejorado la vida de los ciudadanos.
Y qué decir de la mentira. El político no miente, cambia de opinión.
La dolorosa fractura entre ética y política es evidente. El político, fiel a su forma de pensar, intenta adaptarse a las circunstancias; se vuelve camaleónico. En los pensadores clásicos leemos que las virtudes de un buen político deben ser la honestidad, la magnanimidad y la justicia. La rectitud moral siempre se colocaba por encima de todas. Ahora se valora más la resistencia. El que resiste gana. El fin es conservar el poder.
Y así tenemos que los líderes políticos, en vez de esforzarse por convertirse en probos servidores de lo público, están pendientes de sus asesores de imagen y se afanan en controlar los medios de comunicación e implantarse en las redes sociales.
Las dosis de demagogia campean por sus fueros. Estamos atrapados entre populismos de todas las tendencias. Y precisamente el populismo, la falsa defensa del pueblo, es lo que permite que, en más ocasiones de lo que sería deseable, dirigentes inútiles y sin escrúpulos nos gobiernen. Personajes que, en vez de intentar mejorar la vida de los ciudadanos, procuran mejorar la suya.
El problema es que la clase política es el espejo del ciudadano, y esta forma de actuar se transmite a la sociedad, y la mayor parte de las instituciones están cayendo en la ineptocracia, en la pérdida de eficiencia, en que nada funcione como cabría esperar.
La Unión Europea está en manos de políticos
Y qué decir de la mentira. El político no miente, cambia de opinión. La dolorosa fractura entre ética y política es evidente
ineptos y burócratas aburridos. No resuelven problemas, los enredan. Para muestra algunos botones: la guerra de Ucrania, el problema medio ambiental, la justicia (euroórdenes, por ejemplo), la emigración, el problema económico, etcétera, etcétera. Su falta de resolución los lleva a la pasividad para no querer enfadar a los líderes nacionales, a veces tan inútiles como ellos.
En el orden interno tampoco tenemos mucho que agradecer a la clase dirigente. Siempre ha sido costumbre colocar en los ministerios a próceres ilustres. Así, se pensaba en un buen jurista para el Ministerio de Justicia, en un buen docente para Educación, en un buen militar al frente de las fuerzas armadas, en un gran economista para Hacienda o en un buen diplomático para relaciones exteriores.
Llevamos ya algunas décadas que, salvo honrosas excepciones, solo se coloca a amiguetes, cuando no a hooligans radicales del líder. ¿Alguien puede decirme, y es solo un ejemplo, qué se recordará en los años venideros de los últimos ministros de Justicia o de Educación? Claro, cómo se va a recordar nada de ellos si cuando estuvieron en su cargo el pueblo ni siquiera sabía su nombre. Y qué decir del cártel endogámico de los políticos nacionalistas. Se despide a músicos por no saber un idioma local. Yo siempre había pensado que la música era el idioma universal. Y ahora, al parecer, no es suficiente saber el idioma universal, ahora se necesita conocer una lengua doméstica para hacer buena música.
A nosotros, como a los que nos han precedido, no nos gusta muchas veces lo que nos tocar vivir. El ciudadano siempre espera de sus representantes públicos que muestren una concepción más íntegra y dignificadora de la política. Por eso tenemos que quejarnos de lo que nos desagrade.
En cualquier época ha existido un espíritu inquieto y contestatario que ha cuestionado lo que veía. Sin embargo, ahora parece que nos conformamos con todo. Nos limitamos a protestar en redes sociales y poco más. Quizá sea porque ya estamos todos infectados por el virus de la ineptitud.