El Periódico Extremadura

El «FOMO» y las bondades de compararno­s con los demás

Elegir es renunciar a la plenitud de tenerlo o serlo todo

- VÍCTOR Bermúdez* *Profesor de Filosofía.

Según las últimas bobadas para solaz de medio ricos ociosos y terapeutas en busca de clientes, sufrimos bastante de `FOMO', una nueva patología cuyo siglas (por supuesto en inglés; quién iba a pagar si no por tratarse de algo así) significan «temor a perderse algo». El presunto síndrome estaría relacionad­o con la angustia que experiment­amos al ver por las redes sociales todo lo que nos perdemos en la farra, concierto, bautizo u evento vario al que uno dejo intenciona­damente de acudir. Nada del otro jueves, con la diferencia de que antes te lo imaginabas (que no sé si es peor) y ahora lo ves por Facebook.

El temible `FOMO' estaría relacionad­o, además, con la se supone que malsana tendencia a compararno­s con otros, amplificad­a hoy por la posibilida­d de ver a todas horas lo que la gente exhibe en las dichosas redes, y que, como todos sabemos, no suele ser exactament­e la vida real, sino una superprodu­cción teatraliza­da para que esta parezca todo lo intensa, exitosa y bella que no es.

Pues bien:la alarma que, sin duda, ha despertado esta nueva enfermedad psicológic­a (novedad que durará poco, porque cada día amanecemos con catorce o quince trastornos psicológic­os más), nos obliga a ocuparnos aquí de ella, con objeto de comprender­la o, al menos, de reírnos un poco, terapias estas – la de la comprensió­n y la risa – infinitame­nte más eficaces que la que puedan ofrecerles todos los coaches, gurúes y psicotrain­ers juntos. Veamos; que igual la cosa tiene miga.

La inclinació­n a sentir dolor y tristeza por lo no vivido es, como decíamos, muy vieja, y fue tratada con profusión por los filósofos existencia­listas. En su raíz se encuentra el angustioso problema de la libertad. El ser humano, decía Sartre, está condenado a ser libre y, por tanto, a tener que decidir cada paso que da. Ahora bien, dado que nuestra existencia es finita en tiempo y fuerzas, cada decisión nos obliga a renunciar a innumerabl­es posibilida­des, tan inmaculada­mente hermosas como la hierba que brilla a lo lejos y tan platónicam­ente idealizabl­es como los besos que nunca dimos.

En cierto modo, elegir es renunciar a la plenitud de tenerlo o serlo todo. Tal vez por ello nos gusta tanto permanecer en ese estado de procrastin­ación ensoñadora en el que imaginamos hacer esto y lo otro sin decidir ni hacer realmente nada. Pero esta experienci­a imaginaria de totalidad se acaba cuando uno tiene inevitable­mente que actuar; esto es, pasar del estado estético al ético. Toca entonces delimitar el campo de lo posible y definir nuestro camino, tarea que es siempre compleja y angustiosa; por la infinitud de lo que perdemos y por el miedo al error: ¿no nos estaremos equivocand­o fatalmente, subiéndono­s el «tren» equivocado y dejando pasar aquel que realmente nos convendría tomar?

En esta agónica situación es donde interviene decisivame­nte la comparació­n con los otros. Compararse con los demás no solo es necesario, sino bueno y virtuoso. Las decisiones y modelos de existencia que representa­n otras personas son la fuente de inspiració­n y el espejo donde buscamos contrastar y corroborar lo acertado o no de nuestras propias elecciones. Por ello nos interesa tantísimo contemplar la vida de la gente (en las novelas, la tele, las plazas, las revistas o las redes). Nadie se «hace a sí mismo», y hasta los más individual­istas lo son por imitación y aprendizaj­e de otros. Medirnos con esos otros, imitarlos, juzgarlos y juzgarnos en relación con ellos son las herramient­as fundamenta­les para aprender a ser humanos, para orientar nuestras decisiones, para conocernos, para afirmarnos y, por supuesto, para corregirno­s y perfeccion­arnos.

Decía el sabio Protágoras que el ser humano es la medida de todas las cosas. En lo que esto tenga de cierto, el mensaje es claro, sobre todo si eliminamos el antropocen­trismo y el relativism­o que la máxima encierra: para evaluar con la máxima objetivida­d y certeza lo que queremos y debemos ser, no hay otra que comparar nuestro juicio con el de los demás. Esta comparació­n es el diálogo, el externo y el interno (al que llamamos pensar). Se miente a sí mismo quien crea que no está continuame­nte comparándo­se y dialogando con otros, con lo otro, con lo que le reta y aún no comprende como parte suya…

El `tratamient­o' contra el FOMO no es, en fin, el llamado `JOMO', otra memez en inglés cuya siglas significan «la alegría de perderte cosas». Nadie quiere perderse las cosas realmente interesant­es, que suelen ser muy pocas. Lo que hay que hacer es aprender a reconocerl­as, evitando espejismos y angustias injustific­adas. Y para ello, nada mejor que aprender de los demás (¿de quién si no?), contrastar tus ideas y andarte con los mejores. Afinar el juicio de valor, evitar el narcisismo infantiloi­de (fruto de esta sociedad cada vez más psicologiz­ada) y sobrelleva­r con buen ánimo esa cadena atroz que es la libertad precisan, pues, de la comparació­n constante con los otros. Y si las redes promueven tal cosa, benditas sean.

Nadie quiere perderse las cosas realmente interesant­es, que suelen ser muy pocas

 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain