Amores febriles
Se imaginan ser testigos directos de una infidelidad en su pareja mientras pasan un agradable fin de semana en una cabañita con amigos? Tendemos a pensar en lo desabrido que debió ser el pasado, en lo palmario de aquellos días en color blanco y negro, en la monotonía de todo lo pretérito y remoto; en cambio, echando una mirada profunda a algunas vidas no muy lejanas, pongamos… la década de los cincuenta-sesenta, observamos enseguida que el pasado es una fuente inagotable casi agotadora de intensidad, creatividad y mitos a día de hoy impensables.
Desde hace unos días vivo metida en la piel de AssiaWevill, la mujer de los ojos color fiebre en palabras de Antonio Lucas. Vertiginoso triángulo amoroso el que protagonizaron ella y el matrimonio formado por Ted Hughes y Sylvia Plath. Siendo absor- bente la intrahistoria de este lío amatorio lo verdaderamente dantesco es que ambas mujeres acabaron suicidándose en el intervalo de unos pocos años y casi de la misma fatídica forma, salvo que Plath sí protegió a sus dos hijos mientras Assia se llevó por delante a su pequeña Shura.
Este trío de ases estaba condenado desde un principio a malograrse. Los tres escribían para ser admirados y seducir, para alcanzar el cielo de la crítica y de forma especialel matrimonio Hughes/Plath vivía una tormentosa carrera competitiva por evidenciar quien de los dos era más brillante, hecho éste que los llevó a su total autodestrucción.
Assia Wevill, una gran desconocida para la mayoría, llevaba escrito en sus ojos verde esmeralda la maldición de quien atraviesa por casualidad un campo lleno de minas y sucumbe en mitad de las detonaciones. Allí estaba ella, sensual y explosiva aquel fin de semana en la cabaña junto con su marido cuando sutilmente Hughes la invitó al interior de la cocina mientras sus respectivos permanecíanen el porche ignorantes de los jugos que se cocían a fuego máximo en el interior. Algo debía intuir Sylvia puesto que irrumpió en medio de la escena gastronómica pillándoles infraganti.
Ted parecía no tener freno ni como escritor ni como amante. Sylvia era tan intensa que ya no la soportaba y Assía entró como un cervatillo incauto en mitad de la cacería siendo arrollada sin miramiento.
Me pregunto cómo pudo el gran escritor soportar con los años la carga de dos suicidas a su espalda. No pareció sentir gran dolor con la trágica muerte de la poeta rubia platino pues al poco tiempo comenzó a vivir con Assia y los niños; tuvieron luego a la pequeña Shura, un colibrí al que su propia madre quebrantó las alas quizá para vengarse del todopoderoso y viril Ted cuya fidelidad hacía aguas por los cuatro costados.
Una tragedia griega que resulta fascinante por el claroscuro que la rodea, porque nos demuestra que la historia juega al escondite en este caso con Assia, una mujer adelantada, de origen alemán, pintada con esquirlas de la cruz amarilla que marcaba a los judíos, exiliada en Palestina, mundana y fashionista en palabras de Mariana Enríquez, con tres matrimonios en su haber antes de conocer al maldito Ted. Si Plath no soportó las infidelidades de Ted, Assia no llegó a superar al fantasma de Plath que llegó desde ultratumba para recuperar lo que creía suyo y de paso envenenar a la débil arpía de Wevill con la misma idea del suicidio. Desde el más allá Sylvia en su afán de venganza no calculó que Assia iba a ejercer con furia la violencia vicaria de llevarse a Shura y arañar de paso al perverso Ted.
Mientras tanto la poesía sobrevolaba en medio del desamparo y la malaventura. Los tres llegaron a brillar al menos un instante de sus vidas cruzadas con hilo negro, pero ni siquiera la luz de sus versos pudo poner orden en semejante desenfreno pasional y académico.
Hoy día se nos antojan impensables arquitecturas literarias tan laberínticas, amores tan febriles.
Ted parecía no tener freno ni como escritor ni como amante. Sylvia era tan intensa que ya no la soportaba