Ruben Wagensberg En el laberinto
Meses antes de aquel octubre de 2017, una manifestación multitudinaria recorrió las calles de Barcelona al grito de «Volem acollir». La marcha formaba parte de la campaña Casa nostra, casa vostra, movilización que agrupaba a unas 900 entidades y colectivos de todo tipo en solidaridad con las personas migrantes y refugiadas. Su coordinador fue Ruben Wagensberg. Hasta entonces, un perfecto desconocido para la mayoría.
La vida está repleta de cruces de caminos. Con cada elección, se va trazando una ruta. O un laberinto. Un lejano junio de 2016 marcó el mapa vital de Wagensberg. La tragedia impactaba en las fronteras de Europa. Desde hacía poco más de un año, cientos de miles de personas trataban de huir de los conflictos en Siria, Afganistán e Irak. El horror se encarnó en el pequeño cuerpo de Aylan, varado en una playa turca. Ante la parálisis de las instituciones europeas, la movilización ciudadana se implicó en la ayuda al refugiado. Wagensberg, como tantos otros voluntarios catalanes, acudió al EKO Camp, en el norte de Grecia.
El activismo no era un terreno desconocido para él. Semanas antes, había dirigido la campaña Allarga la vida para promover la donación de órganos y tejidos. El origen fue el trabajo de fin de curso que, como profesor de la asignatura de servicio comunitario de la escuela Súnion, les había encomendado a sus alumnos. Que la acción llegara a organizar, entre otras actividades, un macroconcierto en la Sala Apolo da una idea del entusiasmo del docente.
El impacto de aquellos días en el campamento de refugiados en Grecia llevó a Wagensberg a implicarse a fondo en la ayuda al refugiado. La campaña Volem acollir fue un grito masivo de hermandad. Un clamor que reunió a personas de distintos colores políticos, que despertó el orgullo colectivo. Visto en perspectiva, fueron días de esperanza... y de inocencia. El mensaje antiinmigración aún no había calado.
Cuando ERC le invitó a sumarse a sus listas para el 21D (2017), Wagensberg no pudo negarse. Por solidaridad con los presos independentistas, y porque creía en la independencia para construir una sociedad más justa. No le movían motivos identitarios, pero sí la ilusión de un país creado desde cero, la oportunidad de una regeneración política, la posibilidad de una gestión desde la proximidad, también en la acogida de refugiados. Frente al incumplimiento del Gobierno de Rajoy de las cuotas de acogida, el candidato apuntaba: «Si la gente de Catalunya tiene muy claro que quiere acoger, ¿por qué no podemos?, ¿por qué el Gobierno central no quiesus re?». Lo dicho, días de inocencia.
El acta de diputado no ha cambiado el carácter de Wagensberg. En sus intervenciones públicas, huye de la crispación. Rechaza las etiquetas, la agresividad y las críticas fáciles. Destila empatía y sonrisas, incluso cuando le toca declarar ante el juez Marchena en el juicio del `procés'. Tampoco ha abandonado su trabajo en defensa de los refugiados. Pakistán (para ayudar a afganos huidos de los talibanes) o Ucrania (justo al inicio de la guerra) han sido algunos de destinos.
Wagensberg es el ingeniero de sonido especializado en gestión de empresas musicales, que acabó organizando macroconciertos solidarios. Es el activista en la defensa de los derechos humanos que se ciñó el traje de político para ahondar en sus causas. Es el hombre que ha ayudado a personas que huyen del terror, el que ha promovido la resistencia pacífica y el que, ahora, está en la mira del juez Manuel García Castellón, que ve en su participación en el Tsunami Democràtic un posible delito de terrorismo. Es, por cierto, el nieto de judíos polacos que huyeron en los años 30 y se afincaron en Barcelona. Desde hace unas semanas, el diputado está en Suiza, trabajando en su defensa y tratando de superar el miedo.
Porque Wagensberg tiene miedo. Y no le importa confesarlo. Tiene miedo, sufre ataques de ansiedad y está medicándose con antidepresivos. Porque la posibilidad de una acusación por terrorismo no solo está a las antípodas de su camino vital, sino que supone enfrentarse a largas penas de prisión. Y el miedo de Wagensberg debería ser el miedo de todos. Porque la asimilación de los desórdenes públicos con el terrorismo constituye una amenaza inaceptable a la libertad. Criminaliza la desobediencia civil, intimida a los activistas y, al fin, es una burla hacia las verdaderas víctimas del terrorismo. El delirio judicial sigue trazando su laberinto.