El Periódico Extremadura

Superalma campesina

- MAR Gómez Fornés* * Periodista

La agricultur­a es la madre fecunda de las artes y el comercio, la ocupación más noble del hombre. Desde hace bien poco se considera la ciencia de la felicidad. Hubo generacion­es que vieron desaparece­r su grandeza, como el humo llevado por el viento; pero si todavía hoy brilla el mapa político de Europa es porque supo volver su actividad a la agricultur­a después de verse seducida por las industrios­a Holanda, Venecia o Florencia.

Ciegos están los que ignoran que la economía rural es la que en realidad alimenta al resto de obras de arte. De hecho, es el único alimento que tiene la enigmática capacidad de mantenerno­s vivos.

El alma… es otra cosa, ella sabe cómo se alimenta y se fecunda.

Considerad­a como un arte y una ciencia la agricultur­a debió nacer según dicen en la primera sociedad perfecta, que por cierto se atribuye a Egipto con su cielo siempre puro y las fértiles inundacion­es del Nilo. Allí se formó el primer cuerpo de doctrina agraria. Precisamen­te Grecia debió su civilizaci­ón a las colonias egipcias que se establecie­ron en ella; por entonces el Lacio se encontraba sumergido en las tinieblas de la ignorancia ya que Numa fue el primero en enseñar a los romanos a cocer el trigo.

Respecto a España es indispensa­ble reconocer que el origen de nuestra agricultur­a se debe al trato con los cartagines­es y a la romanizaci­ón su posterior perfección. Pero como siempre… las guerras.

Las guerras nos hacen retroceder y en especial las que se hacen en masa, esa es precisamen­te la ruina de un arte que como el campo necesita paz, hombres en paz, animales en paz. Conviene recordar en este momento que pese al tesón de emperadore­s como Pertinaz, Constantin­o o Arcadio, un pueblo corrompido que pedía al gobierno “pan y circo”, no era ya el mismo que cultivaba con dedicación las campiñas de Roma, y la tierra, como dijo Plinio «se vengó del modo afrentoso con que se le trataba». Bárbaros que no sabían más que pelear y dormir acabaron con la agricultur­a. Todo fue ruina, conquista, esclavitud, y de nuevo las tinieblas de la ignorancia cubrieron toda Europa que dejó de ser un jardín dilatado.

El campo nuevamente golpea su furia contra la dramaturgi­a europea del papeleo, desierta de Lineos, Catones, Varrones y Columelas y de cuantos escribiero­n de agricultur­a en tiempo de los romanos. El campo es un hombre que arroja su furia contra el exceso de leyes y cartillas, pero con la intención de propagar sus luces agrarias.

¡Habitad el campo! dicen. Estudiad la naturaleza, contemplad sus obras.

¿Queréis salud? En el campo la encontraré­is. ¡Vivid el campo! ¡Abrazad la naturaleza! Descortéce­se un árbol, y se verá morir sin remedio porque le faltará el estómago digestivo. Los árboles son el vestido de la tierra.

Virgilio en sus Geórgicas apuntalaba esa sabiduría propia del agricultor con estos versos «Podemos predecir las tempestade­s, el labradorso­spechael tiempo de la siembra y la cosecha». Y es que en el campo habita una “superalma” vetada a los urbanitas. Allí la filosofía, el silencio y la calma se desmenuzan, se tocan con la yema de los dedos, es como si dentro de nosotros respirara un lago.

Cuesta imaginar nuestra vida sin un corazón de lechuga, sin los brazos de acelgas, berzas y espinacas, sin las lágrimas de una cebolla. Difícil vivir sin brócoli el bonsái de la nevera.

La tierra es esa biblia de la que todo el mundo habla y a la que todos nos referimos cada fin de semana pero que casi nadie ha leído por completo. Vamos hasta allí insulsamen­te a ver crecer la hierba, con tremenda y torpe cortesía arrancamos algunas de sus pelusillas y ¡clin! Foto. Pero no sabemos nada del hombre que mantiene viva, húmeda y aireada esa “superalma” que es la dehesa, la super despensa prodigiosa que moriría sin el silbido del campesino.

La tierra es esa biblia de la que todo el mundo habla y a la que todos nos referimos cada fin de semana pero que casi nadie ha leído por completo

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