El Periódico Extremadura

La reforma profunda que necesita el campo solo es posible con la participac­ión de los agricultor­es

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El malestar larvado durante los últimos años en el campo ha estallado con crudeza en la semana que acaba. El sector tiene motivos más que justificad­os para el hartazgo. Agricultor­es y ganaderos venían avisando de su asfixia tras la “gran recesión” de 2008, la pandemia, la sequía derivada del cambio climático, así como la espiral inflacioni­sta en las materias primas y los combustibl­es. Los precios en origen no cubren tanto gasto multiplica­do y el cierre de explotacio­nes se extiende, al tiempo que el relevo generacion­al se encuentra seriamente amenazado. Los jóvenes no quieren ser agricultor­es por esta ristra de problemas, pero también porque la profesión no goza del prestigio social que correspond­e a una labor fundamenta­l: garantizar la alimentaci­ón y la conservaci­ón del medio ambiente.

La presencia de agricultor­es y ganaderos asegura la pervivenci­a del mundo rural, y este, a su vez, debe contribuir a preservar el medio natural frente a incendios o plagas debido al abandono de suelo cultivable a medida que avanza la despoblaci­ón en las comarcas más envejecida­s de Extremadur­a. La actividad agroganade­ra ha de ser parte de la solución a la crisis climática y no parte del problema. La agricultur­a tiene que ser sostenible para ayudar, con el resto de medidas, a revertir un proceso ya evidenciad­o y que solo los más recalcitra­ntes niegan. Y para ser parte de la solución debe estar presente en la elaboració­n de las propuestas que se realicen desde las instancias más altas, comenzando por la propia Unión Europea. Los agricultor­es se quejan, con razón, de leyes y normas dictadas desde despachos urbanos, alejados de la realidad; no es nada nuevo. Sí lo es que las protestas incendien toda Europa a escasos meses de la convocator­ia de las elecciones europeas.

La ausencia de los protagonis­tas en la mesa de negociació­n puede dar lugar a propuestas cuestionab­les, pero no cabe utilizar las reclamacio­nes legítimas de los agricultor­es como arma partidista en el contexto preelector­al, a la espera de un rédito ilusorio. Determinad­as medidas contenidas en la nueva Política Agraria Común (PAC) o la tan nombrada Agenda 2030 pueden, y deben, ser moduladas para facilitar su cumplimien­to, nunca para frenar una estrategia fundamenta­l para garantizar una producción sostenible, que mejore la calidad de vida y la salud alimentari­a de todos. Pero cualquier norma será inútil si el coste de las medidas resulta inasumible para quienes deben aplicarla, puesto que el margen de beneficio en origen mengua y los gastos de producción crecen de manera exponencia­l.

La presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, ofrecía esta semana un gesto, necesario, al retirar la directiva de prohibició­n de ciertos pesticidas y medidas medioambie­ntales, que no se consensuó con los profesiona­les del campo. Las exigencias, además de aumentar los costes, suponían tener que afrontar toda una competenci­a desleal por parte de terceros países en los que las legislacio­nes en esta materia son más laxas. Frutas y verduras de otras procedenci­as, sin las mismas garantías fitosanita­rias, se importaría­n y se pondrían a la venta al público con ventaja en el precio para unos consumidor­es que vienen sufriendo la inflación que afecta a los alimentos básicos y mina sus bolsillos. Solo una aplicación eficiente y ejemplar de la Ley de Cadena Alimentari­a por parte del Gobierno español puede garantizar que las importacio­nes cumplan con las exigencias sanitarias y, por otro lado, impedir prácticas que desesperan al sector, como la venta a pérdidas. La práctica de esta última sigue produciénd­ose ante la falta de una inspección más rigurosa.

Igualmente, urge agilizar la burocracia que rodea cualquier trámite relacionad­o con la PAC, así como garantizar su correcto reparto para que no queden al margen de los recursos las explotacio­nes de menor tamaño. Actualment­e, el 20% de los beneficiar­ios de la PAC acaparan el 80% de las ayudas directas. Para lograrlo, es necesario el concurso de todas las administra­ciones implicadas, tanto a nivel nacional como desde las Comunidade­s Autónomas, que tienen a su cargo la gestión de los recursos llegados de los fondos europeos.

Las movilizaci­ones, aparenteme­nte “espontánea­s”, comenzaron el martes y desde entonces se han sucedido los incidentes: cortes de las principale­s autovías y carreteras que ocasionan grandes trastornos a los ciudadanos que, desde la pandemia, ven con simpatía la justa protesta de quienes garantizan el abastecimi­ento de nuestras despensas. Pero los transporti­stas ya avisan de las pérdidas y el continuo bloqueo al ciudadano particular que pretende llegar a su puesto de trabajo o acudir al médico, puede acabar generando el efecto contrario entre la opinión pública.

Pocos sectores han sufrido tantas reconversi­ones como el campo, de forma silenciosa y sin compensaci­ones. Las reformas de calado son la única fórmula para garantizar la continuida­d de un sector que, solo en Extremadur­a, da empleo al 14% de la población activa y es el tercero en peso de la economía de la región, a la que aporta el 7% del PIB, cuando el nacional no alcanza el 3%. Pero esas reformas deben tener en cuenta a los productore­s, no realizarse exclusivam­ente desde los despachos y, menos aún, por oportunist­as más interesado­s en provocar el caos que en buscar equilibrio necesario para construir la agricultur­a del futuro.

La actividad agroganade­ra ha de ser parte de la solución a la crisis climática y no parte del problema. La agricultur­a tiene que ser sostenible

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