El Periódico Extremadura

Las flores amarillas

- José Antonio Barquilla Mateos

Recuerdo las flores amarillas de la infancia, cuando vivía en el barrio Regajo, y llegado marzo las cercas se llenaban de flores amarillas. Esas flores extendiénd­ose como una alfombra de luz y de color llevaba en sí, como lleva ahora, la esencia de la primavera. No recuerdo si por entonces había tantas flores por febrero en el campo. Pero las flores amarillas ponía una nota de sosiego en las mañanas cercanas a la primavera, y daban como una especie de alegría genuina, como si la vida fuera inocente, o tuviera, como tenía entonces la inocencia de mis pocos años. Se veían, también como ahora, tórtolas y abubillas, y éstas, las abubillas, con su bonito plumaje, su cresta caracterís­tica y su bu, bu, bu, eran como una hermosa pincelada , cromática y sonora del campo, una mágica y dulce llamada a la vida.

Cuando escribo estás líneas, está cantando la abubilla, en el sol del mediodía del domingo.

Recuerdo sin nostalgia aquel tiempo, el barrio Regajo, en las afueras, y lo recuerdo color de otoño, con los arboles grises, creo que eran acacias, moviéndose al son de la brisa, y esto me recuerda los versos. «De los alamos vengo, madre, de ver cómo los menea el aire», versos que me acerca no sé qué remota vivencia llena de melancolía.

Y también alentaba el barrio, tan silencioso y como adormecido en las mañanas primaveral­es con el zumbido de infinidad de insectos, los gorjeos de tantos pájaros, el trajín de las golondrina­s, que con sus velocísimo­s y recortados vuelos iban y venían a los nidos construido­s bajo los aleros de los tejados de las casas y en las recónditas oquedades de tinados y cuadras.

Las abejas sobrevolab­an las flores con una laboriosa aplicación, los abejorros zumbaban como aviones en las viejas cocinas rurales, de aquellas de fogones con carbón, cuyo fuego se avivaba con un soplillo. El abuelo, que olía a pana, a petaca de tabaco y a mechero de yesca, roncaba después del potaje en la siesta en penumbra de un cuarto que daba a una cerca con olivos donde en las noches serenas de estrellas, reinaba la fantasmal lechuza y silbaba el cárabo.

Pues estos sencillos recuerdos hacen revivir todo aquello, y es como si todo lo transcende­ntal que ha ocurrido y que está ocurriendo en el mundo, no hubiera sucedido. Es como si no hubiera guerras ni nada tremendo bajo las estrellas, cuando el pensamient­o y la memoria nos dirige a esas cosas sencillas, a aquellas vivencias de nuestros primeros años.

Huertas de Ánimas

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