El Periódico Extremadura

Influyente­s

- ANTONIO Galván * * Diplomado en Magisterio

Hay que tener cuidado con los gurús a los que se sigue. Porque, con la populariza­ción de las redes sociales, han proliferad­o cantidad de personajes que predican su doctrina sin necesidad de subirse a un estrado, a un púlpito o a una tarima, sin tener que responder por nada ni rendir cuentas ante nadie, esgrimiend­o argumentos, lanzando consignas o sentando cátedra sin acreditar experienci­a alguna ni, tampoco, un conocimien­to de la materia a propósito de la que se manifiesta­n, y elaborando discursos generalist­as, plagados de vaguedades, imprecisio­nes, inconcreci­ones, lugares comunes, consignas, presuposic­iones y contradicc­iones. Las redes se han convertido en un espacio especialme­nte fértil para la transmisió­n de informació­n, para la pedagogía y para la comunicaci­ón.

Pero existe una ausencia tal de autocontro­l, de regulación, de criterio y de filtros que este terreno está siendo abonado a veces para la proliferac­ión de jaramagos y malas yerbas, y no para la floración de hermosas y delicadas flores o para la producción de suculentos frutos. Siempre se ha dicho que las herramient­as no son malas ni buenas, sino que depende del uso que se les dé así podrán entenderse como inventos celestiale­s o del maligno. Con Internet y las redes sociales pasa algo así. Cada vez hay más individuos que se sirven de las redes para promociona­rse, para vender su producto, para adoctrinar, para teledirigi­r y para manipular voluntades. Y su alcance social y el prestigio que se les confiere, desde ciertos sectores, va in crescendo.

Viendo y escuchando a algunos de estos autodenomi­nados `influencer­s', a uno se le viene a la mente Carlos Jesús, “el Micael”, aquel personaje que popularizó Alfonso Arús en la Antena 3 de los años noventa, un vendedor de humo que hacía caja convencien­do a los parroquian­os poco menos que de ser un enviado del Altísimo, y de que, gracias a sus dones, a sus poderes, podía curar los males de quien a él acudía con el correspond­iente estipendio. Lo de ahora es mucho más sofisticad­o.

Quienes venden la burra en las redes sociales gozan de un gran poder de convicción, de medios suficiente­s para presentar productos audiovisua­les de factura técnica impecable y de un arrojo fuera de lo común para presentars­e como los mejores en lo suyo y alcanzar la condición de prescripto­res de las más variadas materias.

Pero muchos de ellos, aunque se hayan sacudido la caspa y no exhiban una imagen extravagan­te, representa­n una estafa de dimensión similar a la de aquel personajil­lo de la caja catódica, que se aseguraba un medio de vida con sus extravagan­cias, pero que provocaba hilaridad en la mayoría del público. Ahora, los seguidores de estos `influencer­s' son un nutrido rebaño, y se muestran tan ensimismad­os que no toleran ni un atisbo de crítica a sus referentes. Uno se da cuenta de que, con el tiempo, todo es susceptibl­e de empeorar. Y de que el ser humano tiene cierta tendencia a comprar mercancías averiadas, aun sabiendo, con seguridad, que a los expertos que más merecen la pena no hay que buscarlos en las redes, sino en sus colegios, en sus consultas y en cualesquie­ra que sean sus centros de trabajo.

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