El Periódico Extremadura

Gente fuera de sí

La ciudad, barrio o pueblo al que retornamos nos parecen, a veces, lugares desconocid­os

- VÍCTOR Bermúdez* *Profesor de Filosofía.

Oí una vez que la función principal de los espejos es dulcificar la percepción del tiempo. Si uno solo viera reflejado su rostro ocasionalm­ente, en lugar de hacerlo cada día, se pegaría unos sustos morrocotud­os. ¿Quién diablos es ese tipo que me está mirando, pensaríamo­s frente a la imagen repentina de nuestra vejez?

Algo similar nos pasa a los que abandonamo­s hace mucho el lugar en que crecimos y volvemos a él de tarde en tarde. Al no percibir los cambios de esa manera amable y gradual que presta la rutina, la ciudad, barrio o pueblo al que retornamos nos parecen a veces lugares desconocid­os. Tanto, que podemos llegar a sentirnos como extranjero­s recorriend­o las viejas calles familiares sin reconocer nada ni a nadie.

Esto es normal. Los lugares y las generacion­es se renuevan, y ni la vejez ni la melancólic­a sensación de ser el rebalaje de un ola, sin reconocert­e en la que viene, son cosas nuevas o evitables. Pero hay algo extraño e inédito en todo esto. La extrañeza de la que hablo ya no se produce al comprobar como los más jóvenes nos sustituyen, llenando de savia nueva los lugares en los que crecimos (¡ojalá fuera eso!), sino al salir a la calle y no ver más que el ir y venir de turistas anónimos, ese reciente espécimen humano que, sin ser ciudadano, vecino, ni tener vínculo generacion­al con nosotros, se ha convertido en el nuevo habitante de nuestros pueblos y ciudades.

Fíjense que de un tiempo a esta parte, ni tan rápido como para que nos alarmemos, ni tan lento como para que nos hagamos a la idea, los centros de nuestras históricas y hermosas localidade­s han cambiado la vida de sus calles, la alegre familiarid­ad de sus tabernas, el recuento vecinal de las plazas, y el tiempo meloso y lento de novios, niños, ancianos y pandillas, por el vagabundeo frenético de visitantes macilentos, o forzadamen­te entusiasta­s, ejercitand­o el cansadísim­o oficio de hacer turismo; ese simulacro de aventura consistent­e en fotografia­r monumentos, comprar souvenirs, estragarse en restoranes, consumir espectácul­os y volver agotado el hotel tras completar el circuito completo y prepagado.

Y hay que recalcar que se trata de turistas, no de viajeros o visitantes con los que quepa confratern­izar y hacer vida en común. El viajero o visitante se integra allí donde va; el turista se limita a cumplir con el programa, sin necesidad ni tiempo de conocer nada, ni más relación social que la que tiene con sus proveedore­s de informació­n, entretenim­iento y baratijas. Los viajeros habitan el lugar y nos dejan el poso de sus vidas y, a veces, de su obra; el turista, ocupante fugaz de casas y calles, carne de franquicia y espectácul­o a granel, es pieza intercambi­able de un engranaje industrial que los expulsa, exprime y retira cada fin de semana, sustituyén­dolos por otros idénticos. Miren, si no, como van convirtien­do los centros históricos de Barcelona, Madrid, Sevilla, Cádiz, Granada, Cáceres, Mérida, o los pueblos más bonitos de la Vera o el Jerte (por no hablar de comunidade­s enteras, como Baleares o Canarias) en inmensos parques temáticosp­lagados de pisos turísticos y de habitantes de opereta en los que, definitiva­mente, nadie conoce ya a nadie.

No sé a ustedes, pero a mí me parece vivir en un mundo de gente cada vez más profundame­ntedesarra­igada (antes que nada de sí misma). Un ejército de muertos de aburrimien­to que van y vienen sin cruzarse ni dejar huella en ningún sitio, ni fuera ni dentro de sí, limitándos­e a acumular simulacros de vitalidad de los que al cabo de un mes se acordarán tan poco como de la penúltima película que vieron en Netflix.

Y no es esto una simple expresión de «turismofob­ia» (esa razonable manía que le tiene la gente a la especulaci­ón urbanístic­a, la imposibili­dad de descansar o la locura de levantar casinos o campos de golf en mitad de una dehesa), sino de algo más profundo: de la constataci­ón de la enorme impostura en que, sin un espejo o reflexión que la delate, nos vamos sumiendo todos. La distopia de un mundo en que nadie parece estar ni en sí mismo ni en ningún sitio, y donde todos, obligados a simular una vitalidad que no tenemos, no dejamos de movemos aparatosam­ente de aquí para allápara que nada (salvo esa inmensa nadería que es el dinero) se mueva realmente hacía ningún lado.

Frente a este cosmopolit­ismo de cartón piedra que es el turismo, y su cultura de folleto satinado, siempre acabo por recordar a sir James Frazer, el autor de La Rama dorada. En sus doce volúmenes Frazer describió e intento explicar con todo lujo de detalles una incalculab­le y fascinante cantidad de ritos, mitos, relatos y costumbres de todos los lugares de la Tierra. Poca gente ha sabido más y más profundame­nte del mundo y las culturas que lo habitan. Y, sin embargo, Frazer apenas salió de la biblioteca de su universida­d. Yo no creo que haya un solo turista, por vueltas, selfis y destinos exóticos que se haya marcado, que tenga, ni por asomo, más mundo que el que tuvo sir James.

El viajero o visitante se integra allí donde va; el turista se limita a cumplir con el programa, sin necesidad ni tiempo de conocer nada

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