El Periódico Extremadura

Economía de la corrupción

Entretenid­os en las consecuenc­ias y el ruido, olvidamos el impacto en el sistema

- ALBERTO Hernández Lopo* *Abogado experto en finanzas.

En los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, la industria del petróleo era un negocio `aburrido'. Controlado por siete grandes compañías (las `Siete Hermanas'), ni la creciente dependenci­a de los combustibl­es fósiles ni el elevado ritmo de consumo habían supuesto una elevación en el rango de precios ni alterado su estabilida­d durante prácticame­nte dos largas décadas. Hacia el final de los sesenta, eso estaba a punto de cambiar.

La falta de percepción de la materia prima como `oro negro', denominaci­ón que poco después se granjeó, no impidió que los países productore­s la consideras­en una magnífica fuente de recursos. Una ola de nacionaliz­aciones precedió a la primera agrupación de naciones en torno a lo que ahora llamamos OPEP. Buscaban una plataforma para defender sus intereses, pero sobre todo para controlar la producción. Esto abrió una guerra con las compañías petrolífer­as que desembocó en un cierre. El grifo de barriles se secó y la batalla superó el conflicto entre los protagonis­tas: la crisis del petróleo de 1973. Aquello supuso el final de una época de petróleo barato, que ha redefinido nuestra sociedad hasta nuestros días.

No todo, sin embargo, se produjo bajo los focos. Las nacionaliz­aciones abrieron el control estatal de un recurso estratégic­o, antes en manos de operadores privados. Pero el estado, al final, es un ente y un esquema jurídico. Acabó representa­do por una pléyade de funcionari­os, nuevos, que entraban en el sector energético. En las rendijas del sistema se movieron traders y brokers que no dudaron en usar su capacidad económica para “seducir” a estos servidores públicos, para asegurarse el suministro o lograr suculentos contratos. El desequilib­rio entre las retribucio­nes públicas y los ingentes flujos monetarios­en un recurso tan preciado fueron el perfecto caldo de cultivo. Las consecuenc­iasen los siguientes años, claro, se notaron en el precio, aumentando de forma consistent­e, y en la volatilida­d del activo. Parte de esa `economía de la corrupción', que tan bien ha descrito Javier Blas en su admirable `El mundo en venta'.

Hay un dicho que asegura que la siguiente generación de `estatalist­as' piensan que el fracaso del colectivis­mo se debe exclusivam­ente a que no la han gestionado ellos. Solo así se puede entender el falsario prestigio de las nacionaliz­aciones o que recurrente­mente vuelva el debate la intervenci­ón pública en mercados. Aún seguimos hablado de un rescate bancario que, en realidad, se produjo por una gestión público-político en el sistema de cajas de ahorro. Pese a que nunca han dado los resultados deseados, porque es una cuestión de incentivos.

Es cómodo `derivar' responsabi­lidades (justo la primitiva motivación del estado) pero no puede suponer la caída en la tentación de pensar que el dinero público tiene un carácter etéreo. Pareciera que se genera únicamente por la mera existencia del sector público y que, por tanto, `no pertenece a nadie'. Después, claro, llega el factor humano. La gestión de enormes recursos públicos, sin titular aparente. Un crimen sin víctimas, una desviación de patrimonio público pero que se hace para `redistribu­ir'. Esa es la perversión originaria.

Por supuesto, la corrupción se convierte, de inmediato, en una arma (arrojadiza) política. Unos y otros. Pero, dado que este capital es público, el primer daño se hace a la sociedad. En ocasiones, entretenid­os en las consecuenc­ias y el ruido da cada caso, olvidamos el propio impacto de la corrupción, sin apellidos, en nuestro sistema. No sólo erosiona el funcionami­ento de las institucio­nes, a través de la desconfian­za que se genera hacia su funcionami­ento y fiscalizac­ión. También por su impacto en el país y su sistema jurídico.

Existen evidencias empíricas que demuestran que la corrupción daña la salud de nuestros sistemas democrátic­os por distintas vías: reduce la inversión externa, deteriora la productivi­dad, crea barreras a la competenci­a. Por supuesto, también tiene efectos indeseados: obliga a levantar nuevas “balizas” legales o controles burocrátic­os que ralenticen proyectos, llegada de fondos (por ejemplo, provenient­es de la UE) y pueden llegar a añadir estructura­s improducti­vas.

Me da pudor (y un punto de vergüenza ajena) los que llevan una cuenta de la corrupción por partidos. Esa especie de carrera de ratas a ver quién ha robado más, quien ha sido más corrupto. Mirar al otro en vez de analizar que, sí, a quien más afecta a la credibilid­ad en tus propias filas. No digo que no sea un espectácul­o atrayente, gozoso vodevil. Pero desde luego nada reconforta­nte.

Existen evidencias empíricas que demuestran que la corrupción daña la salud de nuestros sistemas democrátic­os

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