El Periódico Extremadura

El jardín que perdimos

- MAR Gómez Fornés* * Periodista

He pensado en ti estos días. Te aparecías ante mí como una hoja seca al atardecer expulsada de la arboleda favorita de Coleridge. Me viene a la memoria el día que fuiste terrible sombra subido en lo alto de la escalera, el instante mismo en que estalló el crespúscul­o y volabas sobre la noche como un pájaro en dirección contraria; uno de esos pájaros que parecen enredarse en la tela preciosa de sus alas para retener el aire. Tú mismo parecías un bosque, un delicado brote queriendo echar raíces.

Ese día creíste por fin en la tristeza, en el recogimien­to del alma del que yo tanto te hablaba. La bruma se elevaba más fuerte que el perfume de brezales y resinas, más hondo que la menta ytú allí, con el rostro consumido,amueblado de dolor y oraciones por aquella muchacha que se marchaba a ser feliz con otro.

Retrocedo en el tiempo, cuando aquel incendio…Tus camisas eran un espanto, pero leíamos en la terraza tumbados en hamacas; no había lugar más elevado entonces. Yo andaba queriendo ser poeta por aquellos días, una lady Waldemar todavía inmadura. Tú también podrías haber sido poeta si hubieras dedicado tiempo a la constancia; en cambio vivías antes de vivir. La escritura del alma te importaba poco, preferías patrullar las noches si bien escogías las palabras adecuadas con ese aullido oracular tan propio de un hacedor de narracione­s.

Deambulaba­s por las cosas como quien busca la razón entre el corazón y el cielo. Tus grandes ojos de ágata alumbraban como faros de un coche en la madrugada, pero tras ellos se extendía una tiniebla inacabable. Se supone que en ellos ardían constelaci­ones, una claridad de renuevo que no fue, que resultó ser calima sofocante.

Ya te dije por entonces que un jardín no es lugar para cabras; ni con toda la luz del mundo aquel Edén hubiera aguantado una primavera.

Entre los tejados y las estrellas reinan solo las campanas, pero si miramos hacia abajo quedan mil recuerdos comoaquell­a página arrugada del libro de las confesione­s, los cristales dulces de una confitería, los mágicos manuscrito­s bajo el seudónimo de Fanny Barrett, el grito de las cigarras o el peso de las libélulas rojas y azules que tanto nos irritaba.

Las primeras lluvias deslíen las tierras dejando una acuarela de horizontes arenosos y rugosos robles, fue entones cuandotemb­laste de frío con maletas en la mano camino de estaciones nuevas. Ibas inyectado del perfume de la incredulid­ad. Llegaste a pensar que mi alma no tenía color, sabor, olor; ni siquiera que pudieras rozarla, pero allí estaba, ahuecada.

Y ahí estabas tu refugiándo­te en ella con un fatigado batir de alas: «Viento, haz de mí tu vida, como de ese bosque». Recuerdo que en uno de tus viajes a Extremo Oriente trajiste una colección de lacas mareantes; revivo la consiguien­te embriaguez, consecuenc­ia de habernos bebido las sales de todos los océanos.

Los bombones y los libros han hecho más llevadera la resaca de los años.

Reconstruy­o otro vaporoso día sin pájaros, sin noticias urgentes salvo el papelito arrugado que dejaste en la ventana: «Las luciérnaga­s de Florencia viven en tu pelo. ¿Hay esperanza para mí?». Respondí: «Me quedaré… con muchas ganas de verte».

Desde entonces andamos buscándono­s en los colores de la tarde.

Creo haberte escrito alguna vez que la hierba es suave y verde, que alrededor se oye un rumor de gloria y que solo aspiro a ser una de esas viejecitas tan conmovedor­as como las de Baudelaire.

Llevo días pensando en el mercado de flores que pusimos una noche como poetas soñadores en la Torre de Nadie. ¿Recuerdas? nuestro refugio para el viento; las paredes nos protegían como si fuéramos los habitantes de Greta Hall. Ya sabes, esas casas con luces encendidas al atardecer y cocinas del tamaño de las montañas.

Creeremos al menos que todo lo vivido fue bello como el lino.

Creo haberte escrito alguna vez que la hierba es suave y verde, que alrededor se oye un rumor de gloria

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