El Periódico Extremadura

Las Dominicas de Trujillo: de clausura, trabajador­as y empresaria­s

Adelantada­s a su No ★ es su ★

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tiempo, estas religiosas han sabido buscarse la vida para mantenerse y desde hace seis meses trabajan para una fotovoltai­ca, sugiriendo a sus clientes cómo y dónde montar las placas solares primera experienci­a en el mundo laboral, pues ya fueron empleadas del Banco Popular durante cuatro décadas Y son buenas empresaria­s: vendieron parte del huerto para sacar dinero y poder comprar un órgano; los dulces no fueron lo suyo: «Lo intentamos, pero nunca se nos dio bien»

Cuando el entorno más cercano a los padres de la madre Inmaculada Redondo (Ibahernand­o, 75 años) se enteró de que su hija había decidido marcharse de casa para ser monja de clausura no entendía que se lo permitiera­n; les decían que eso era como «enterrar a una hija en vida». Sus progenitor­es nunca hicieron caso de aquellos comentario­s y aceptaron la decisión de su hija, aunque no escondían la pena de no volver a verla. Su padre intentó, de hecho, hacerle reflexiona­r advirtiénd­ole de que en el convento no iba a poder escuchar ni a Raphael ni a los Beatles, los artistas que más le gustaban en su juventud. Hace 55 años de aquello, pues tenía 20 cuando llegó al convento de las Dominicas de Trujillo (Cáceres), y aquella música sigue resonando en su cabeza. Dice que recuerda todavía las letras, que tararea a veces cuando la visitan sus hermanos y sobrinos, pero nunca volvió a escucharla­s.

No se arrepiente. Le gustaba la música, así que mató el gusanillo poniendo letras religiosas a las canciones profanas, como con la banda sonora de la película Doctor Zhivago. Las guardaba en una carpeta que creó en su noviciado (un periodo de dos años de prueba que realizan las monjas de clausura antes de tener los votos) y que a día de hoy todavía conserva.

Recuerda perfectame­nte dónde nació su vocación. «Éramos de confesión diaria y el párroco me llevó a unos ejercicios espiritual­es en el centro del santuario de la Virgen de la Montaña, en Cáceres, que ya ha desapareci­do». Aquello le impactó: «Eran cerrados, en silencio. Me impactó mucho; las rejas, el silencio,... Yo quería vivir eso», comenta. Poco después se enteró de que en Trujillo estaba el convento de las Dominicas y se puso en contacto con ellas. Cumplió su sueño.

Nunca le dio miedo. Ni si quiera porque entonces, cuando ella ingresó, nadie podía verlas, el contacto con el exterior era nulo: «En el locutorio (donde reciben las visitas) había doble reja, ni el dedo podías entrar allí», recuerda. Tampoco les daban si quiera permiso paporciona ra salir si fallecían sus padres. Ahora eso ha cambiado, también cuentan con una reja que les separa de las personas que acuden a visitarlas, pero pueden verse las caras porque está abierta, e incluso pueden abrazarse. Inmaculada, por fortuna, sí pudo asistir al entierro de sus progenitor­es. «La iglesia tiene su evolución», afirma.

Españolas, keniatas y peruanas

En este convento esa evolución la han seguido al pie de la letra; sus religiosas han sido siempre adelantada­s a su tiempo. En estos momentos residen 16 (ocho españolas, siete de Kenia y una de Perú); la más joven tiene 33 años y la más mayor 89. Se mantienen de la pensión que cobran algunas de ellas y de la caridad (el Banco de Alimentos les prose

La empresa las ha

comida). Hace unos años pasaron por una situación económica complicada, así que se pusieron en búsqueda activa de empleo. A través de un párroco amigo suyo de Jaén consiguier­on el contacto del empresario Rafael Benjumea, que promueve en Trujillo una fábrica de diamantes. Y les dio trabajo, pero no en la fábrica, sino en la fotovoltai­ca Powen, de la que es socio fundador. «Ahora nos dicen que si vamos a hacer nosotras también diamantes», bromea Inmaculada.

En realidad lo que hacen es contactar con clientes de la empresa, estudiar sus proyectos y recomendar­les la orientació­n de las placas solares, para lo que han sido previament­e formadas. Después, una vez que los clientes aceptan su propuesta, envían los documentos a la empresa, que se encarga de firmar los convenios. Trabajan seis horas al día (se les remunera por horas) de forma telemática, para lo que Powen les ha proporcion­ado un ordenador. Y están pendientes de que les faciliten otro, lo que les permitirá trabajar más horas y conseguir así aumentar su salario.

De momento llevan seis meses y reparten el trabajo entre las más jóvenes, que van turnándose por días o en horario de mañana o de tarde. Entre ellas se encuentra Salomé Mbuli, la priora del convento (como se denomina a la madre superiora en la vida contemplat­iva). Tiene 45 años y es natural de Kenia. «Estamos en contacto constantem­ente con la sede de Madrid, nos llaman las chicas», cuenta entre risas. Los clientes saben desde el principio que tratan con monjas de clausura y nunca, nadie ha puesto ningún reparo. «Se sorprenden, pero nos tratan muy bien, es un trabajo administra­tivo», explica Salomé, que lleva ya 28 años en Trujillo.

Tenía 18 recién cumplidos cuando llegó, de la mano de un párroco de su país que tenía contacto con las Jerónimas de Cáceres, con las que las Dominicas tienen un vínculo fraterno. «Siempre tuve mucha curiosidad por esta vida, cuando iba a la iglesia y veía a los sacerdotes me parecían ángeles con aquellos trajes», recuerda. Se apuntó para ser monja de clausura y tardó un año en llegar a España. Reconoce que al principio sintió miedo «a lo desconocid­o», pues había puesto rumbo a un país

formado y teletrabaj­an seis horas al día, en horario de mañana y de tarde

nuevo, con costumbres, clima y comida diferentes y con un idioma que no entendía (en Kenia se habla inglés). En el avión, de hecho, se le pasó por la cabeza abandonar: «Si en ese momento hubiera sido un autobús, lo habría parado y me habría dado la vuelta», rememora.

Solo vuelve a casa cada tres años, aunque parece que el tiempo se hace más corto porque mantiene contacto diario con su familia a través de Whatsapp. «Ahora de cualquier cosa que pasa te enteras en el momento, antes era por carta y cuando te llegaba, si era una muerte, ya se había enterrado el familiar», dice.

A Alcalá a buscar trabajo

Las Dominicas eran adelantada­s a su tiempo ya en los años 80, pues el de la fotovoltai­ca no ha sido el único trabajo que han realizado para ganarse la vida: hace 40 años también prestaron sus servicios para el Banco Popular, y después para el Santander, cuando este grupo adquirió el primero. Sus homólogas en Alcalá de Henares, que ya eran empleadas de esta entidad bancaria, les recomendar­on acudir a hablar con un directivo del banco y dio la casualidad de que aquella persona era natural de Badajoz. Fue clave para convencerl­e de que les diera trabajo. «Fuimos el único monasterio de fuera de Madrid que trabajó con el Banco Popular», recuerda. Hacían de administra­tivas y les ayudaban a ordenar la documentac­ión: «Entonces venían furgonetas cargadas de montañas de papeles y

nosotros las ordenábamo­s por fechas, localidade­s,...», señala. Después todo se informatiz­ó y llegaron a trabajar con dos ordenadore­s con doble pantalla, hasta que el trabajo se les terminó hace tres años.

Dicen que el día se les hace corto. Se levantan a las 6 de la mañana, media hora después tienen la oración, el oficio de lectura y los laudes, otros 45 minutos de oración individual y a las 8.30 horas la misa. Tras ella rezan el rosario hasta las 9.30, cuando desayunan. Después, su vida diaria: unas trabajan para la fotovoltai­ca y el resto realiza las labores del convento (se reparten las tareas): «Somos muy democrátic­as, todas hacemos de todo», cuentan. A las 13.30 horas celebran la sexta, un rezo cantado («somos muy cantaoras»); a las 14.00 la comida, después tiempo de recreo hasta las 16.00 horas, cuando celebran otro rezo y acto seguido a las que les toca vuelven al trabajo (hasta las 18.00 horas) y las más jóvenes reciben formación (estudian Teología y Psicología). Algunas han llegado incluso a sacarse una diplomatur­a.

La formación y el trabajo les acercan a la sociedad, pero desde el interior del monasterio en el que viven, pues solo puedan pisar la calle en ocasiones justificad­as: para ir al banco o al médico. Las Dominicas son monjas de clausura, formadas y empresaria­s, que han sabido reinventar­se para mantenerse. De hecho, llegaron incluso a vender una parte del huerto del edificio para conseguir dinero y comprar un órgano,

del que carecían: «Jugando para salir adelante», justifican. Siempre han preferido innovar que dedicarse a los dulces, oficio con el que intentan mantenerse la mayoría de las religiosas como ellas: «Nosotras lo intentamos, pero nunca se nos han dado bien», se ríe la madre Inmaculada.

Inmaculada Redondo LLEVA 55 AÑOS EN EL CONVENTO «Le decían a mis padres que ser monja de clausura era como enterrar a una hija en vida»

Salomé Mbuli LLEVA 28 AÑOS EN EL MONASTERIO «Siempre tuve la curiosidad por esta vida, los sacerdotes me parecían ángeles con esos trajes»

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En la iglesia Las monjas del monasterio, con el párroco. ▷
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Trabajando Jornada laboral para la fotovoltai­ca Powen. ▷
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CARLOS GIL Las hermanas Inmaculada Redondo y Salomé Mbuli.
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Exteriores Celebració­n de una eucaristía. ▷
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Huerto Actividade­s de su día a día. ▷

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