El Periódico Extremadura

Pensamient­o catedral

Algunos no nos conformamo­s con una moral de andar por casa

- VÍCTOR Bermúdez* *Profesor de Filosofía

Vamos a ver. Si usted cree que el universo es todo cuanto hay, ha de creer también que todo está continuame­nte cambiando. Lo dice la física. Ahora bien, si todo estuviera continuame­nte cambiando nada sería lo mismo de un instante a otro: ni usted, ni yo, ni el gobierno, ni España, ni la diferencia de género, ni las leyes físicas, ni nada de nada. No es ya que nadie se pudiera bañar dos veces en el mismo río; es que no habría sustancia ni para una. Es lógico. A no ser que la lógica también cambie a cada instante, en cuyo caso no podríamos… ni pensarlo.

Ahora bien, si ya es difícil (o mejor: imposible) mantener que el mundo sea como dice la física, y que, a la vez, usted, yo, o las cosas seamos lo mismo que somos, imaginen que hablamos, no ya del ser, sino del deber ser; esto es: no de las cosas que creemos inexplicab­lemente que hay, sino de las que ni siquiera las hay, pero soñamos o afirmamos muy serios que debería haberlas. ¡Ya decía el gran Kant (el filósofo, no el emperador mogol) que nuestra capacidad metafísica para ir más allá de este mundo insustanci­al no tiene límites!

¿Y en qué basamos entonces nuestras extrañas ideas acerca de lo que son y deben ser las cosas? En la ciencia ya hemos visto que no: ni esencias ni valores son cosas que existan en el tiempo o en los laboratori­os. Valdría la religión, que, como saben, postula realidades eternas y separadas para buenos y malos. El problema es que los modernos no somos ya (¡aparenteme­nte!) muy amigos de los dogmas de fe.

Una dificultad añadida es que algunos no nos conformamo­s con una moral de andar por casa, fundada en consensos más o menos coyuntural­es, sino que aspiramos a una moral universal, que nos comprometa a todos y que, por así decir, quepa «tallar en piedra»; o dicho de otro modo, una ética de valores universale­s que nos permita pensar a lo grande, poniendo en práctica lo que el filósofo Roman

Krznaric llama el «pensamient­o catedral».

El pensamient­o-catedral es el modo de pensar y actuar «sub specieaete­rnitatis» que se tenía en otras épocas, como en el medievo, en las que la gente se embarcaba en proyectos (como la construcci­ón de catedrales) cuyos hipotético­s frutos solo eran visibles a muy largo plazo. Este pensamient­o-catedral es justo el que necesitarí­amos ahora para afrontar problemas que, como la crisis climática, exigen sacrificio­s presentes para garantizar la vida y el bienestar futuro. Ahora bien: ¿está a nuestro alcance un pensamient­o de esta talla? ¿Podríamos nosotros, tan apegados al «carpe diem» y a la visión materialis­ta del mundo, sostener masivament­e un compromiso moral así? ¿Por qué íbamos a asumir sacrificio­s para lograr algo que no íbamos a ver ni a disfrutar nunca?

La respuesta no es fácil. De entrada, aquí no funciona el recurso al miedo. ¿Qué más nos da lo catastrófi­co que pueda ser el futuro, si no vamos a estar en él? (algunos han propuesto creer en la reencarnac­ión para que esto funcione, pero no cuela). El filósofo Hans Jonas propuso en su día acudir a una suerte de amor paternofil­ial (o maternofil­ial) como fundamento emotivo del compromiso moral con las generacion­es futuras, pero esto también es discutible: el amor por los hijos ni es universal (¿qué hay de quienes no los tienen?), ni eterno, ni creo que dé para tanto.

Una opción recurrente es volver a la religión. De hecho, desde la órbita de la ecología profunda se promueve una suerte de religión pagana en torno a la Naturaleza y al supuesto deber de mantener su Esencia, sin cambiarla ni destruirla (¡como si la naturaleza no fuera un proceso indefinido de cambios y de continua creación y destrucció­n de sí!), pero, salvo por la fe, esta creencia es igualmente insostenib­le…

¿Entonces? ¿Qué nos obliga a subordinar nuestra vida (que es única, breve, etc.) a fines morales que la trascienda­n? Es seguro que algo así daría sentido a la existencia, pero solo si antes lo tuvieraen sí mismo. ¿Y lo tiene?... A los constructo­res de catedrales les sostenía la creencia en que, si no en este mundo, verían el fin y la recompensa de su obra en el otro. ¿Pero y los que no creen más que en lo que creen que ven? ¿En qué habrían de fundar su sentido moral? ¿En las emociones, en la cultura, en la racionalid­ad práctica…? ¿Pero qué extraña entidad habrían de tener estas cosas para no estar también sujetas al cambio y la disolución, como el resto de los seres que rebullen en este sindiós de partículas que parece la realidad?

Sin una profunda reflexión, en fin, sobre la trascenden­cia, toda nuestra cultura está moral y materialme­nte abocada a un callejón sin salida, amén de vendida a todo tipo de fundamenta­lismos. Solo asumiendo que las cosas mantienen una cierta esencia resistente al tiempo, y que la realidad entera responde a un orden y un fin por descubrir, tendría sentido lanzar mensajes como los que invitan al compromiso con esas «catedrales» que son las agendas mundiales, las revolucion­es pendientes o los valores eternos.

Sin una profunda reflexión sobre la trascenden­cia, toda nuestra cultura está abocada a un callejón sin salida

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