El problema de tres cuerpos
España cuenta con rigideces en su mercado laboral que no ha sabido resolver
Todos conocemos la famosa frase/advertencia de Adenauer: más vale no conocer bien cómo se hacen las salchichas y las leyes. Probablemente, la haya usado anteriormente en esta misma columna, resulta útil en su recurrencia. A pesar de su avanzada edad, no ha perdido un ápice de fuerza casi un siglo después, aunque los envoltorios ya no nos mienten sobre el contenido de esas frankfurts y la inocencia sobre la racionalidad y objetividad de nuestras normas es poco más que un recuerdo (muy) lejano.
El gobierno ha empezado a darle forma al (enésimo) organismo público creado ad hoc: en este caso, el observatorio sobre productividad. Nada que objetar a poner el foco en un problema endémico de la economía española, que se rezaga de forma continua respecto de otras en nuestro entorno. Claro que la simple creación no nos dice mucho más que la consciencia de un problema (no es poco). En un fenómeno poliédrico como es la productividad, imagino que se centrará en algunas de las variables, puesto que el campo de estudio abarca desde la producción en sí hasta los recursos que la generan.
Sin evitar que tenga sesgo partidista y sin capacidad para trasladar sus conclusiones a políticas concretas y normas, será un organismo más de nuestra sobresaturada estructura administrativa. Al final, la modificación viene de la iniciativa legislativa. Es ahí donde las esperanzas tienden a desvanecerse. Esto lo hemos comprobado, históricamente, con la legislación laboral de nuestro país.
La observancia del mercado laboral (y su termómetro, la formación de los salarios) siempre se realiza desde una triple visión: empresario, trabajador y administración pública. Cada uno, lógicamente, defiende sus intereses lo que carece de sentido es que las iniciativas legislativas «olviden» la existencia de una de esas tres perspectivas. El empresario pone el foco en la rentabilidad y el trabajador, en su retribución. El estado, antes que tomar un papel de árbitro, decide intervenir en esta `tensión' de intereses en un beneficio propio que, realmente, no debiera existir.
Tomemos el ejemplo de las subidas del salario mínimo (SMI). Creo que ningún empresario se opondría a elevar más el salario de sus empleados si en el proceso se dieran dos condiciones: una, que la subida o ajuste se destinara íntegramente (o, al menos, en un alto porcentaje) al trabajador, sin considerar su marginal de renta; y, dos, que no supusiera una elevación de sus costes laborales. Esto, por descontado, no se produce.
El gobierno no duda de presumir de niveles de desempleo cuando el `gran contratador' es el Estado en sus variables
España cuenta con rigideces en su mercado laboral que no ha sabido resolver, ni desde el punto de vista de contratación y despido ni tampoco en la movilidad laboral. Sumado a esto, el incremento progresivo de los costes laborales derivado de la batería de normas aprobadas por el gobierno de coalición tiene un tremendo impacto en la competitividad española. Más plomo en las (pesadas) alas de la productividad.
El crecimiento de los salarios se ha probado parte también del proceso inflacionario que hemos vivido en los dos últimos ejercicios, y que ha funcionado como un círculo vicioso, por la necesidad de adecuar la capacidad de poder adquisitivo de los trabajadores. Esto hace que la introducción de otras obligaciones empresariales de contenido económico tenga aún menos sentido.
La carga fiscal para las empresas derivada de las cotizaciones sociales es, en sí mismas, una denuncia de la complicada situación de una caja de la seguridad social que este gobierno no ha dudado en drenar profusamente. Las últimas exigencias sobre las cotizaciones sociales son, en puridad, un auténtico “impuesto al empleo”. El gobierno no sólo aumenta las contribuciones sociales (la hora trabajada se ha encarecido más de un 5% en menos de un año) sino que recarga las contrataciones con salarios más altos, lo que es un desincentivo para el capital extranjero en un país que sigue arrastrando déficits y desempleo.
El gobierno no duda de presumir de niveles de desempleo, cuando los números demuestran que el `gran contratador', el estado en sus diversas variantes. El empleo que crece es el público, porque además es el único que puede cumplir discrecionalmente con las mismas obligaciones emanadas de poderes público. Mientras, las empresas disminuyen sus previsiones de contratación en un escenario de crecimiento de costes. Porque hay un cuerpo que ocupa la posición de dos y señala a uno. Muy cortoplacista.