¡Por fin, la amnistía!
Desde que en la noche del 23 de julio, tras el recuento de votos de las pasadas elecciones generales, se supo que Pedro Sánchez iba a necesitar los siete votos del Partido de Puigdemont para seguir gobernando este país, el espectáculo ha sido bochornoso de burla y descrédito hacia la Justicia española para ahormarla al capricho del prófugo catalán y esquivarlo de sus delitos de sedición, malversación y terrorismo bajo el paraguas de una Ley de amnistía «ad person» nunca visto en un país minimamente democrático.
Desde aquella misma noche del recuento de votos, hasta el día de hoy, los españoles hemos sufrido un cierto hartazgo de amnistía hasta la saciedad. Ha sido un hartazgo de escenografía en un intento de blanquear el llamado «proces» catalán. Durante todo este tiempo de negociación de amnistía si, o no, España ha estado expectante en pro de unos políticos que nunca ven llenas sus aspiraciones. Parece, y dan a entender, que sólo existen ellos y sus problemas. Las demás autonomías no cuentan, no aparecen en el día a día con sus problemas, que también los tienen, por el protagonismo que se les está dando a la élite separatista que siempre intentan llevarse el ascua a su tajada en detrimento de las demás.
Desde que Puigdemont se sintiera fuerte por siete pirricos votos, ante la debilidad de un Pedro Sánchez, capaz de vender su alma al mejor postor, el espectáculo ha sido de una bajeza inimaginable. Haber doblado la cerviz ante un huido de la justicia española, por haber dado un golpe de Estado en Cataluña, ha sido un acto de humillante traición a todos los españoles. No, señor Sánchez, no.
La recien aprobada Ley de amnistía no va a ser el bálsamo de fierabras para conseguir que los independentistas vuelvan al redil de la normalidad. A ellos no les importa España ni su Constitución. Ellos, cómo siempre, seguirán con su pretendida independencia a pesar de tanta claudicación inmerecida por su parte.