España y Cataluña bajo los ojos de Madison
La solución no dene ser más descentralización, aunque quizá sí más federalismo del original
James Madison (1751-1836) fue algo más que uno de los padres de EE.UU. El corazón del sistema político del país (federalismo, bicameralismo, separación de poderes, frenos y contrapesos) nació en gran parte de aquel abogado virginiano, hasta el punto de que, en Ciencia Política, se denomina «sistema madisoniano». Además de jurista y teórico político, Madison también fue el cuarto presidente de EE.UU. (1809-1817). Desde esa posición, sus políticas se dirigieron siempre a fortalecer los poderes del gobierno central.
El debate sobre la forma de organización territorial de los pueblos viene siendo uno de los más prolongados en el tiempo, uno de los más duros y uno de los que ha demostrado mayor capacidad de desestabilización y conflicto.
El federalismo es, básicamente, una «anomalía» en la organización de los estados, pues solo 24 de los 193 reconocidos (12%) se organizan así. Aún más anómalo es en Europa: 5 de 44 (11%). Algunos países muy extensos que, entre otras razones por su magnitud, han acumulado mucho poder e influencia —singularmente, EE.UU. y Rusia— optaron por ese modelo, y eso le otorgó al federalismo un prestigio que no siempre se corresponde con sus resultados y que, desde luego, no es aplicable a cualquier país ni en cualquier momento.
Además, como ha ocurrido con tantos conceptos políticos, el federalismo se ha ido contagiando de numerosas ideas contaminantes que han ido diluyendo su esencia hasta su práctica disolución en el imaginario colectivo. A día de hoy, el federalismo aparece en las mentes de los ciudadanos como un proceso de centrifugación del poder, que además debe ser asumido bajo el dogma de lo políticamente correcto como algo bueno, porque alude a ideas abstractas como tolerancia, diversidad, convivencia, consenso, generosidad y tantas otras.
LA REALIDAD, COMO
bien entendió James Madison, que fue casi quien inventó el federalismo moderno, es que este sistema necesita un elemento esencial para que funcione: un estado central lo más fuerte posible. No se trata de descentralizar el poder, sino de compartirlo desde el centro. De hecho, federar es sinónimo de unir, no de separar. Es la unidad, y no la segregación, el objetivo último del federalismo.
Por desgracia, el asunto territorial es el que peor quedó diseñado en la constitución española de 1978. Siendo estrictos, hay que decir que ni siquiera quedó diseñado, sino más bien, simplemente esbozado. Las generaciones posteriores hemos heredado un gravísimo problema de esta debilidad constitucional. Ante el que históricamente venía siendo uno de los más graves problemas de la nación española, la Transición solo supo llegar a un acuerdo de mínimos que lo dejaba todo prácticamente abierto.
España no figura en la lista de países federales, pero, en la práctica, es uno de los que tiene el poder más descentralizado del mundo. Precisamente porque descentralización no es sinónimo de federalismo, sino, en algunos casos, todo lo contrario. Incluso en Suiza, que se puede considerar más un país confederal que federal, con gran autonomía de los cantones, el poder central tiene absolutamente blindadas numerosas competencias exclusivas que garantizan la soberanía nacional.
El problema catalán es solo un síntoma de la enorme debilidad española en este terreno. La ocurrencia electoral de ERC de proponer un concierto y cupo catalán no es sino una vuelta a 2012, cuando el rechazo a esta idea por Rajoy dio origen al proceso independentista; lo peor es que ahora, por sus necesidades para mantenerse en el poder, quizá Pedro Sánchez lo acepte, abriendo otra vía de agua en la soberanía del país. Todo la parafernalia guiñolesca en torno a Puigdemont —que, como tantas otras patochadas históricas, puede acabar en tragedia— no es sino el estertor de una gran dolencia nacional convertida en caricatura.
España tiene un gravísimo problema pendiente que debe solucionar pronto si no quiere irse, como nación, por las cañerías de la historia. Y esa solución no pasa ni debe pasar por más descentralización, aunque quizá sí por más federalismo, del madisoniano, del original, del bueno, es decir, por el fortalecimiento de un estado central convertido hoy en un guiñapo.
El asunto territorial es el que peor quedó diseñado en la constitución española de 1978