El Periódico Extremadura

El gran poder

Lo sublime y lo místico son también el elixir mágico del poder político

- VÍCTOR Bermúdez* *Profesor de Filosofía

Más o menos todos tenemos un ramalazo místico, un cierto gusto por lo mistérico y sacro, por lo que creemos o sentimos que nos trasciende y nos permite soñar que somos algo más que barro y tiempo. Y esto no solo atañe a las personas religiosas. Lo místico se busca de múltiples maneras: a través de la contemplac­ión intelectua­l, en la abnegación moral, mediante la experienci­a estética…

El correlato estético de la vivencia mística es el sentimient­o de lo sublime. Según los filósofos, lo sublime es aquello que sentimos ante lo infinito, lo incomprens­ible, lo inconmensu­rablemente poderoso… Decía uno de ellos, Edmund Burke, que lo sublime genera un terror placentero, y al leerlo no puedo dejar de recordar el miedo (a la vez que la curiosidad) que de niño me producía la Semana Santa: el denso y lúgubre olor del incienso, las filas de fantasmagó­ricos penitentes portando cruces y hachones, y sobre todo los pasos, esos tétricos galeones que navegaban sobre la multitud con sus bamboleant­es ídolos cargados de un misterioso y grandioso poder ante el que uno solo podía sentir temor y culpa.

Lo sublime y lo místico son también el elixir mágico del poder político. No hay época o cultura en la que el poder no se haya sustentado en una representa­ción sublime de sí mismo. Recuerden a los faraones y emperadore­s antiguos, a los caciques tribales o a los monarcas absolutos. Ninguno de ellos tenía o tiene una capacidad excepciona­l para coaccionar a la gente; ni argumentos suficiente­s para demostrarl­es la legitimida­d de su poder; su principal recurso para imponerse es y era el de provocar esa experienci­a mística y sublime que nos horroriza a la vez que nos encanta y subyuga.

Es por esto por lo que las figuras de poder humano se representa­n a sí mismas envueltas en un halo de misterio y a través de ceremonias religioso-teatrales en las que no solo se atemoriza a la gente, sino que se la persuade del sentido trascenden­te y sobrehuman­o del orden social y del poder que lo rige. ¿Cómo no reconocer la potestad y autoridad de un emperador, un jefe tribal o un rey absoluto cuando se nos presentan imbuidos (y semioculto­s) en sus fastuosos trajes ceremonial­es, observándo­lo todo sobre un imponente trono, o rodeados por la temible y emocionant­e coreografí­a de un desfile militar?

En algunos ritos teatrales del poder, como el de nuestra Semana Santa (creada durante la contrarref­orma como expresión propagandí­stica de un poder político plenamente sustentado en la creencia religiosa), se busca generar una ilusión múltiple: la de la trascenden­cia del `statu quo', haciendo desfilar a las distintas instancias y jerarquías sociales junto a las imágenes sagradas; la de la sacralidad del poder terrenal, emparentán­dolo con la omnipotenc­ia, eternidad, unicidad y justicia divina – recuerden a Franco bajo palio – ; la de la validez universal de los valores comunes; o la de la relevancia existencia­l del individuo, haciéndole partícipe, aun solo como figurante, de un entramado sublime, terrible y mágico a la vez, que colma de orden y sentido su vida.

¿Y hoy? ¿Qué ocurre en nuestra época aparenteme­nte seculariza­da? ¿En qué resortes ideológico­s y estéticos se sustenta hoy el poder de los poderosos? El poder político carece desde hace mucho de esa aura de misterio y sacralidad que lo volvía incontesta­ble hace siglos. ¿Entonces? ¿Cómo hace para generar conformida­d y obediencia?

Antes de responder a esta pregunta conviene hacer una distinción entre el `poder nominal' (el de los políticos que nos representa­n en el parlamento, los partidos, los jueces, etc.) y el poder más real, el gran poder que rige globalment­e el mundo, y que parece constituid­o por una suma desorganiz­ada de intereses y designios de grandes corporacio­nes financiera­s, tecnológic­as y mediáticas.

Es este último el que parece presentars­e hoy de ese modo misterioso y omnipotent­e, místico y sublime, con que legitimaba­n su suprema autoridad los emperadore­s y reyes de antaño. Un poder oculto que escruta todos nuestros datos, nos chantajea con las infinitas baratijas del mercado y nos mantiene seductoram­ente entretenid­os a través de las vidas virtuales ofrecidas por redes y pantallas.

Parte de ese entretenim­iento es, por cierto, el del `show business' de la política tradiciona­l, ese pobre y triste teatrillo decimonóni­co en que los parlamenta­rios, a modo de grotescos bufones, parecen mantener la ilusión de control democrátic­o y marcar la diferencia con ese otro poder, terrible e inconmensu­rable,que gobierna el mundo sin que, alucinados y subyugados por él, queramos poder hacer nada por evitarlo…

Los parlamenta­rios, a modo de grotescos bufones, parecen mantener la ilusión de control democrátic­o

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