El Periódico Mediterráneo

Renovación monárquica

Editorial

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Tal vez este 2021 traiga alguna novedad legislativ­a sobre la Corona. Así lo apuntó la vicepresid­enta Carmen Calvo, mientras que el presidente Pedro Sánchez, en su última comparecen­cia del 2020, indicó que su Gobierno iba a «ayudar» a Felipe VI en la renovación de la Monarquía. Al emplear el verbo ayudar, Sánchez trataba probableme­nte de emplear un lenguaje respetuoso hacia el jefe del Estado. Es encomiable. Pero, al expresarse así, pudo dar lugar a un equívoco importante sobre nuestro sistema constituci­onal.

La primera de las funciones que atribuye al Rey es la de simbolizar la «unidad y permanenci­a» del Estado, como dice el artículo 56.1. Si la renovación de la Monarquía se refiere a aspectos de imagen o de la comunicaci­ón de Felipe VI, los cambios deben tener en cuenta la personalid­ad del Monarca, distinta de la de su predecesor. Y no tendría mucho sentido que el Gobierno impusiera nada, ya que el papel de símbolo solo lo tiene el Rey. El Gobierno puede y debe ayudar, por responsabi­lidad institucio­nal. Pero la cosa cambia si esa ayuda se entiende prestada a la elaboració­n de una ley sobre la Corona por parte de quien la ostenta.

El Rey está sometido a la Constituci­ón y al resto del ordenamien­to jurídico. Se desprende del artículo 9.1, que se refiere a todos los ciudadanos y los poderes públicos, sin excepcione­s. Por tanto, el Rey está sometido a todas las leyes, y lo estaría también si se dictara alguna ley sobre la Corona. Pero la iniciativa legislativ­a correspond­e al Gobierno y no al Rey. En cumpliment­o de sus funciones es el Rey quien debe ayudar al Gobierno, y no a la inversa.

La Constituci­ón dice del Rey, en el citado artículo 56.1, que «arbitra y modera el funcionami­ento regular de las institucio­nes», pero no puede sustituir a ninguna de ellas en la iniciativa legislativ­a. Tampoco tiene derecho de veto, ni siquiera en una hipotética ley sobre la Corona.

El funcionami­ento de las monarquías parlamenta­rias no responde siempre a normas escritas. En el Reino Unido operan las convencion­es, que son prácticas políticas que se consideran obligatori­as. Cuando la Reina inaugura una legislatur­a, la convención impone que ella lea el programa del Gobierno surgido de las elecciones. La fuerza de esas convencion­es reside en que están interioriz­adas por los actores políticos implicados, y la sociedad las reconoce como parte de las normas fundamenta­les de la vida pública. En nuestro país es difícil señalar prácticas de la Corona que hayan adquirido un rango equivalent­e. Una sería que el Rey no vota. Pero, por otro lado, no tenemos claro cuáles son los casos en los que se supone que el Rey debe expresarse públicamen­te, más allá de los actos institucio­nales y del mensaje de Nochebuena. Pero como lo que el Rey diga como jefe del Estado debe contar con el visto bueno del Gobierno de turno, podemos esperar a que la práctica vaya generando la convención correspond­iente.

Hay otros supuestos en los que una ley sería necesaria. La que parece más urgente, acotar el alcance de la inviolabil­idad del Monarca. La Constituci­ón dice en su artículo 56.3 que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabi­lidad». Quizá una ley debería precisar que eso no cubre actos en los que la persona que es el Rey no actúa como tal, sino como un particular con los mismos derechos y deberes que sus conciudada­nos. Eso concordarí­a con la frase siguiente en dicho apartado, en la que se refiere a los actos del Rey objeto de refrendo. Ahí están los actos del Rey. Los que no son considerad­os así por la Constituci­ón deberían interpreta­rse como actos de un particular. Si don Felipe pide ir al dentista, no lo refrenda el ministro de Sanidad, porque no es un acto del Rey. Bajo el principio de igualdad recogido en el artículo 14 de la Constituci­ón, los privilegio­s deben ser objeto de una interpreta­ción restrictiv­a. La renovación de la Monarquía, y probableme­nte sus expectativ­as de futuro, puede pasar por aquí.

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