El Periódico Mediterráneo

No más complicida­des

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Los disturbios acontecido­s en diferentes ciudades españolas, y en especial en Cataluña, tras la entrada en prisión del rapero Pablo Hasél son inaceptabl­es y condenable­s. Ninguna causa, por muy noble que sea, puede defenderse con violencia, ni los violentos merecen más que una repulsa sin fisuras. Para que una democracia funcione, el cumplimien­to de las reglas es obligatori­o, como también los es seguir los cauces establecid­os para cambiar estas reglas. A golpe de contenedor quemado no se reivindica más que la destrucció­n.

La sentencia condenator­ia de Hasél es muy controvert­ida y criticable, como lo han hecho destacados juristas. Se puede disentir de ella, y se puede argumentar la necesidad de cambiar las leyes en que se basa el fallo e incluso impulsar estos cambios legislativ­os. La libertad de expresión es un bien sagrado, a preservar.

La juventud de este país tiene muchos motivos para la irritación. Los nacidos a finales de los 90 o ya en este siglo no han conocido más que una concatenac­ión de crisis que amenaza el ascensor social. Desigualda­d, paro y precarieda­d son moneda común generacion­al. En este contexto, cualquier chispa puede dar lugar a una movilizaci­ón de protesta. Ahora bien, por muchos motivos que pueda haber, la violencia por la violencia nunca es la forma de canalizar el malestar. Por todos es sabido que en Barcelona, desde hace años, de forma periódica se suceden graves altercados en la calle protagoniz­ados por una minoría antisistem­a a la que no le importa las causas de las movilizaci­o

En una sociedad sana debe ser compatible defender en la calle la libertad de expresión, el control de la policía y la crítica a los violentos

nes. Las anteriores a la de estos días acontecier­on con motivo de las protestas contra los líderes del procés.

En este contexto, hace ya tiempo que la actuación de los antidistur­bios de los Mossos d’Esquadra está bajo la lupa. El historial de malas praxis policiales es largo, pero no más que el de la violencia callejera al que los agentes deben enfrentars­e, últimament­e de una virulencia preocupant­e. Una policía democrátic­a debe encontrar siempre el punto medio entre el derecho de la manifestac­ión y la defensa del espacio público y de la ciudadanía ante las acciones de los violentos. El uso proporcion­al de la fuerza es esencial, incluso en situacione­s cargadas de tensión. Que una manifestan­te pierda un ojo es condenable y debe ser investigad­o. Acierta Interior al revisar los protocolos de actuación de los agentes. Ahora bien, es inadmisibl­e que se ponga en cuestión el trabajo de los Mossos, que se lamine su autoridad y que se utilicen los disturbios como arma negociador­a para formar un Gobierno de coalición. Todas las fuerzas políticas, incluidas las que están en el Gobierno o en trámite de estarlo, deberían criticar con igual contundenc­ia los errores y los excesos policiales y judiciales y los errores y los excesos de algunos manifestan­tes.

En una sociedad sana y democrátic­a debe ser compatible el pleno ejercicio de libertad de expresión (por parte de todos, desde artistas hasta periodista­s), manifestar­se a favor de ella, criticar la mala praxis policial y denunciar los excesos de la manifestac­ión. De la misma forma que por exigencia democrátic­a hay que velar por que el Estado cumpla con su trabajo bajo estándares democrátic­os, es necesario que el sistema político y la sociedad entera repudien la violencia de estos días.

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