El ejercicio cuaresmal
El evangelio del primer domingo de cuaresma presenta a en el desierto, donde ayuna cuarenta días, se deja tentar por Satanás y, al final, es servido por los ángeles (cf. Mc 1,12-13). Jesús inauguró así la cuaresma, nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado y rechazar las tentaciones para caminar con él hacia la Pascua.
El ser humano nunca está exento de tentaciones en esta tierra. Así lo sufrió también Jesús. La gran tentación, raíz del resto, es querer suplantar a Dios y construir la propia existencia, el mundo y la historia al margen de Dios. Es la tentación de una libertad totalmente autónoma y de querer poner orden en uno mismo y en el mundo contando solo con las propias capacidades; en una palabra, es la pretensión de querer salvarse por sus propias fuerzas. La historia y el presente nos ofrecen muchos falsos profetas que prometen el paraíso en la tierra; y, con harta frecuencia, traen todo lo contrario: esclavitud, injusticia, mal, pecado y muerte.
En Jesús, Dios se encarna y entra en el mundo para cargar con el pecado, para vencer el mal y para llevar al hombre al mundo de Dios. Por ello pide: «convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15); es la invitación a tener fe en Dios, a convertir a Él nuestro corazón, a orientar hacia el bien nuestras acciones, pensamientos y deseos.
Para renovar nuestra relación con Dios, la cuaresma propone ayuno, oración y limosna. Al ayunar seguimos el ejemplo de Jesús en el desierto, que nos dice: «no solo de pan –comida y bienes materiales- vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4). El verdadero ayuno no es sin más privarse de algo; pide ser vivido con humildad para descubrir el don de Dios y nuestra realidad de creaturas, necesitadas de Dios. El ayuno suscita en nosotros hambre de Dios y de su Palabra, lleva a la oración y al deseo de abrirse a Dios y a su amor confiando en su bondad y misericordia. El amor a Dios es inseparable del amor al prójimo.