El olvido de Guantánamo
40 detenidos siguen encerrados en la base naval de EEUU en Cuba, muchos sin juicios a la vista Joe Biden ha expresado su intención de cerrar la cárcel 19 años después de que fuera abierta
Hace mucho tiempo que nadie habla de Guantánamo, como si el penal más infame del planeta se hubiese hundido plácidamente en el Caribe cubano. No es el caso. Diecinueve años después de que la administración del expresidente de Estados Unidos George W. Bush se inventara una argucia legal para encerrar allí a «lo peor de lo peor», negando a los detenidos su estatus de prisioneros de guerra o las garantías del sistema jurídico estadounidense, 40 personas siguen allí pudriéndose en detención indefinida.
Dos han sido condenados en los tribunales militares; otros siete enfrentan cargos formales, incluidos los presuntos arquitectos de los atentados del 11-S en EEUU. Pero el resto sigue atrapado en la madriguera legal, sin cargos ni juicio a la vista, un entierro en vida que sirve para atestiguar la vigencia de los abusos de la guerra contra el terror.
Desde que comenzó la pandemia, los detenidos no pueden reunirse con sus abogados, aunque la comunicación telefónica se mantiene.
«Por lo que nos cuentan los abogados están muy desmoralizados y, en muchos casos, desesperados», afirma en un correo electrónico Daphne Eviatar, directora del programa de Seguridad con Derechos Humanos de Amnistía Internacional (AI). Los últimos años han sido emocionalmente una montaña rusa. Se pasó de las promesas del presidente Barack Obama para cerrar el penal a las promesas de su sucesor Donald Trump para volver a llenarlo de «tipos malos». No lo hizo, pero durante su presidencia solo un detenido fue liberado. Cuatro años de parálisis que acentúan la desesperación de los reos.
No todos se resignan a morir olvidados. Ahmed Rabbani lleva siete años en huelga de hambre intermitente para llamar la atención sobre su caso. «Tengo solo 51 años, pero parezco un viejo de 95», escribió en noviembre en una carta publicada por un diario pakistaní. Pesaba entonces 37 kilos, menos de la mitad que cuando fue capturado en su casa de Karachi en el año 2002, donde dirigía una pequeña empresa de taxis. Solo unos días antes supo que esperaba a su tercer hijo. «Si acabo llegando a los 30 kilos, moriré. No quiero que suceda, pero no veo muchas más alternativas. Llevo aquí encerrado más de 18 años y no hay final a la vista para mi tortura», explicaba en la misiva.
«PRISIONEROS ETERNOS» Rabbani forma parte de los llamados «prisioneros eternos», el nombre que le puso la periodista del Miami Herald Carol Rosenberg a aquellos a los que EEUU no ha podido acusar, pero considera que son «demasiado peligrosos» para darles la libertad. En total, 22 de los 40 detenidos que quedan. Ya sea porque carecen de pruebas suficientes o porque sus confesiones incriminatorias fueron obtenidas por medio de la tortura, como documentó el Senado en un informe publicado en el 2014.
En el caso de este saudí, de nacionalidad paquistaní y etnia rohinya, el Pentágono sostiene que «confesó» ser un facilitador de Al Qaeda y admitió haber trabajado en contacto directo con Khaled Seij Mohammed, el presunto cerebro de los atentados del 11-S.
Eso sí: las confesiones salieron después de 540 días que Rabbani pasó siendo torturado en una de las cárceles secretas de la CIA en Bagram (Afganistán).
La Casa Blanca anunció la semana pasada la intención del presidente estadounidense Joe Biden de cerrar Guantánamo, el mismo objetivo que no pudo cumplir durante sus mandatos Obama. «El anuncio le ha devuelto la esperanza. Es muy consciente de las dificultades que enfrenta el presidente, pero está cautelosamente optimista», dice Maher. Entre tanto, mantiene la huelga de hambre. Como ha explicado, cada kilo de masa corporal que pierde es un kilo que ha recuperado la libertad. Un kilo que ha escapado de la noche eterna de Guantánamo.
Rabbani, un taxista que fue confundido con un terrorista,
lleva siete años en huelga de hambre intermitente