De puro sabido, se olvida
Han pasado 40 años, pero fue ayer. Una noche, cargada de miedo para casi todos los ciudadanos hispanos, especialmente para quienes disfrutamos del clima mediterráneo en el País Valenciano. La noche de Tejero y de los bandos radiofónicos de Milans del Bosch por estos pagos. Los golpistas decimonónicos, en el último tercio del siglo XX, intentaron acabar con las libertades democráticas recién estrenadas, en unas Españas con demasiadas dictaduras y dictablandas a sus espaldas. Y además del asalto al Congreso, y las ignominiosas escenas grabadas –el intento de tirar al suelo al noble militar Manuel Gutiérrez Mellado vino a ser la estampa goyesca de la noche--, e intentaron silenciar los medios de comunicación. De esto puede darles fe Iñaki Gabilondo, por entonces en RTVE y los locutores de Radio Castellón, cadena Ser, o los que se salvaron en parte de la censura en Vila-real, por donde la Cadena Cope junto al Camí d’Onda.
Uno meditó esa noche triste; pensó en preparar el equipaje: si nos quitan la libertad de expresión de nuevo, mejor es buscar un nuevo hogar, aunque sea en la Patagonia. Y la noche de insomnio le evocaba la memoria, en La Plana de Castelló, junto al entrañable Riu de Millars, las figuras de dos grandes contemporáneos: Franklin Delano Roosevelt y Eleanor Roosevelt. El primero, presidente que fue más de una década de los Estados Unidos, unos años convulsos en Europa y España; Eleanor era su mujer, que falleció en 1962, cuando uno, vecinos, ya leía la prensa censurada por el franquismo. Ya existía la radio, y siempre quedaba el recurso buscando información no censurada de acudir a las emisiones nocturnas en castellano de la BBC o a Radio París con Adelita del Campo.
Los Roosevelts fueron acérrimos defensores de la libertad de expresión. Tuvieron un papel determinante en la Declaración Universal de Derechos Humanos, en 1948. El presidente inválido y sobre silla de ruedas había pronunciado en 1940 un célebre discurso sobre las cuatro libertades humanas esenciales. Y la primera era la libertad de expresión, sin la cual las siguientes no tendrían cabida en una sociedad democrática.
Mucho tenemos que agradecer al matrimonio Roosevelt. Ella había trabajado como locutora de radio; sabía lo que significaba libertad de expresión; lo mismo que sabía que había «la necesidad de un censor mediante el cual pudiésemos asegurarnos de que las películas no glorifican la violencia y el crimen» porque se debe pensar siempre en la educación que damos a los niños y adolescentes.
Estos días que discurren alrededor del 23-F, cae uno en la cuenta del valor de la libertad de expresión. Y viene a dudar de la libertad de expresión de pseudocantantes que loan la violencia, o del puñado de mozalbetes que rompen los cristales del Palau de la Música de Barcelona. Igual necesitan un censor que los proteja, como nosotros necesitamos la entereza de un Gutiérrez Mellado, frente a los enemigos de la libertad. Y porque necesitamos una mente clara para distinguir entre la libertad de expresión y los atributos viriles del caballo de Espartero.