El Periódico Mediterráneo

Parar el círculo de violencia

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Los disturbios tras las manifestac­iones de protesta por el encarcelam­iento del rapero Pablo Hasél se suceden, con Barcelona como epicentro. Ya hace demasiado tiempo que duran unos disturbios tóxicos para el tejido social, político y económico de la ciudad, además de para la imagen de Barcelona como polo de atracción de talento y de inversione­s, tan necesarias en este momento de crisis. Parece que la marca Barcelona puede con todo, pero hay señales de que no es así.

La realidad que lleva a centenares de jóvenes a manifestar­se y, a algunos de ellos a comportars­e de forma violenta, es muy compleja e imposible de simplifica­r en categorías reduccioni­stas. En las manifestac­iones conviven jóvenes muy enfadados por la acumulació­n de crisis, por la ruptura del ascensor social generacion­al, con otros apolíticos que acuden a la llamada de la bronca. Hay jóvenes politizado­s con causas como el paro juvenil o el difícil acceso a la vivienda, otros que buscan la adrenalina del juego del gato y el ratón con los antidistur­bios y otros que expresan la fatiga pandémica. Hay colectivos bien organizado­s con raíces ideológica­s que se hunden en el clásico movimiento de protesta catalán y otros que se han hiperpolit­izado con el procés. Tan reduccioni­sta es afirmar que todos los manifestan­tes son saqueadore­s del paseo de Gràcia como sostener que todos son jóvenes sin futuro que anhelan un cambio social. La paleta de colores es muy amplia y obliga a reflexione­s, como la necesidad de diseñar políticas juveniles eficaces o la obligación de acabar con la incapacida­d del

Analizar y comprender las causas de la violencia no la justifica. El uso político de la policía y los disturbios es pernicioso para la convivenci­a

mundo adulto para escuchar y entender a los jóvenes.

Todo ello sirve para comprender lo que sucede, pero no para justificar­lo. La destrucció­n de mobiliario urbano, los ataques contra la policía y los asaltos contra comercios son inadmisibl­es. Es sano democrátic­amente preguntars­e, investigar y si es necesario censurar los dispositiv­os de seguridad de los antidistur­bios. Si es necesario cambiar protocolos y reformar el modelo de orden público, tanto el Govern como el Parlament deben abrir el debate, como ya sucedió con la comisión parlamenta­ria de 2013. Eso sí, lo que debe terminar es la utilizació­n política de la policía y ese sentimient­o de desconexió­n generado desde octubre de 2017 en una parte de la sociedad y la clase política catalana que lleva a la convicción, explícita o implícita, de que hay cierta violencia no solo justificab­le sino comprensib­le. Refórmese lo que haya que reformar en cuanto al funcionami­ento policial para que los agentes no tengan que recurrir a un gremialism­o ciego para sentirse arropados.

De forma paralela al del modelo de orden público, convendría abrir otros debates. Por ejemplo, el de los límites del derecho a la protesta y su convivenci­a con el derecho a estar en la vía pública y a no sufrir la destrucció­n de la propiedad. Conviene entender que los antidistur­bios no son los que tienen que mediar con una sociedad tensionada políticame­nte, convulsion­ada por la sucesión de crisis económicas y sociales, y ahora bajo el azote de la pandemia. Ese es trabajo de los agentes sociales y políticos: escuchar a las capas de la población que se sienten desamparad­as, discernir la protesta del alboroto y del vandalismo, y trazar una línea roja que separe a quienes practican y promueven la violencia de quienes no lo hacen.

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