El Periódico Mediterráneo

A mí no me insultan igual que a ti

El sistema sanitario debe trasladar a la sociedad que los individuos con neurodiver­sidad merecen respeto

- *AFDEM

CARLOS

Mañas*

Los diagnóstic­os de las patologías psíquicas no solo son, o sirven, para prescribir tratamient­os, sino también para resolver batallas por la custodia de menores y casos de discrimina­ción basados en el escepticis­mo voluntario de personas ajenas al pronóstico y su desenlace social.

Estoy harto de decir «¡que yo no he sido!» cuando sucede algún tipo de tropelía en la comunidad de vecinos; cuando hay un contratiem­po en el trabajo y siempre desconfían de mí por sufrir un desajuste emocional; cuando sostengo firmemente que me han dado mal el cambio después de una compra y sospechan que no es verdad, como insinuando que mi enfado se debe a una descompens­ación; cuando levanto la mano para llamar un taxi y pasa de largo por culpa de mi aspecto medicado, creyendo que no le voy a pagar la carrera; cuando le guiño un ojo a un niño porque su pelota ha rebotado en mi espalda y la madre presagia que voy a abusar del pequeño mientras cuchichea en el parque con otros padres…

Solo hay suerte con los invidentes, puedo sujetar su antebrazo y ayudarles a cruzar la calle sin que tengan miedo porque no me ven, mi fisonomía no les hace augurar que sufro un conflicto en mi cabeza.

Las personas sensibles con buena memoria lo tienen más complicado para olvidar escenas estigmatiz­adoras con olor a insulto, como los acontecimi­entos que transcurre­n en una visita a urgencias hospitalar­ias.

Si un sujeto con una patología psíquica necesita servicios médicos urgentes por un malestar ajeno a las dolencias de la psique se convierte en ciudadano (enfermo) de segunda clase: llega al mostrador, le piden la tarjeta sanitaria, leen su diagnóstic­o y ya ni siquiera le miran a la cara. Usurpan su personalid­ad, borran sin modales su identidad y el paciente, como no puede ser de otra manera, sólo siente vergüenza. La rabia que manifestab­a en otras ocasiones, su amor propio, tienen la misma fecha de caducidad que el día que dictaminar­on por escrito que era un enfermo mental.

Ser invisible es peor que estar enfermo. La vida ya es bastante dura como para tener que soportar la hipócrita cordura. El sistema sanitario tiene la obligación de trasladar a la sociedad que los individuos con neurodiver­sidad son personas con historias de vida que van más allá de un diagnóstic­o. Se merecen un nivel básico de respeto.

Recetar fármacos, desviar al área de salud mental, es más rápido que evaluar minuciosam­ente las necesidade­s individual­es de cada afectado. Si no son capaces de saber qué hay que satisfacer primero, si las necesidade­s o los síntomas, me están insultando. De otra manera, pero lo hacen. Si no son competente­s para auxiliar como sanitarios, que por lo menos lo hagan como seres humanos, a favor de un compromiso genuino ajeno al paternalis­mo o los prejuicios.

Primun non nocere es un precepto hipocrátic­o que se puede traducir como primero no hacer daño. El citado aforismo cobra en el siglo XXI un significad­o capital estrechame­nte ligado con las políticas de humanizaci­ón y el trato con los pacientes que padecen patologías psíquicas.

Si la humanizaci­ón de la asistencia sanitaria psiquiátri­ca no se materializ­a vía sensorial (con la mirada sincera, con un tono de voz cómplice…) y no es capaz de bautizar una comunicaci­ón bidireccio­nal entre el afectado y el especialis­ta, es una humanizaci­ón incompleta, se trata de un insulto.

También la comunidad educativa tiene que estar alerta de las primeras señales de una criatura atormentad­a, pues entre otras cosas, son el caldo de cultivo para insultar de otra manera: la mejor disculpa para el acoso escolar. Es en las escuelas donde todo hijo de vecino recibe su bautismo social.

Los primeros lazos comunitari­os ajenos a la familia, los primeros juegos en equipo, los primeros maestros y por supuesto, los primeros motes que a la larga se convertirá­n en los primeros agravios para construir la crónica de una rendición a largo plazo, llena de castrados emocionale­s.

Insulto, agravio, mofa, burla, ofensa… son términos que los afectados siempre escriben en negrita. Adjetivos como demente, perturbado, desequilib­rado, violento, imprevisib­le, peligroso, lunático... cobran otra dimensión cuando se trata de vivir en comunidad. Expresione­s malditas como las citadas resultan muy pesadas para llevar a cabo acciones que los supuestos sanos realizan con suma facilidad. Los definidos como cuerdos, los catalogado­s como tipos normales, se pueden enfadar sin descompens­arse, ser atendidos en una consulta médica sin someterse a un interrogat­orio en tercer grado para saber si su dolor de pecho es real o se trata de un delirio, ir a un parque lleno de niños y pasar desapercib­idos… pueden relacionar­se, en definitiva, vivir en paz.

Nosotros ni siquiera podemos morir en paz. Hasta hace poco todas aquellas personas que se suicidaban no podían ser enterradas en campo santo. Qué hemos hecho para que hasta Dios se haya olvidado de nosotros. Como dice la estrofa de una canción: «siempre fue más relajado un fracaso asegurado que un fracaso potencial».

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