El Periódico Mediterráneo

La vida en otras manos

- ISABEL

Olmos*

Imagínense por un instante esta situación: por cualquier motivo de la vida (la pérdida un empleo, un imprevisto que le supone algún coste económico importante, una apuesta fallida o que avala a alguien de buena fe) se queda sin techo bajo el que vivir. Como nadie es inmune a una desgracia, ni superhéroe frente a la adversidad --a la pandemia me remito-- esta situación nos puede pasar a cualquiera, por muy lejano que lo veamos. Imagine usted que, además, tiene 70 años y procede de esa generación de padres y madres que eran niños cuando las bombas caían a su alrededor y crecieron con el miedo a perderlo todo, a dormir en cualquier lugar y a no tener ni para comer siquiera. Usted va creciendo, trabaja, forma una familia --o no-- pero ha hecho lo que ha podido para defenderse en este sistema capitalist­a de competició­n atroz. Y llega a los 70 años. Y le desahucian.

Esta película de terror la vivió la pasada semana Mª Ángeles, una señora que cobra 650 euros de pensión, pagaba 530 de alquiler y que, espantada, vio como un día entraban a toda prisa unas personas denominada­s comitiva judicial en el piso en el que vivía y la azuzaban para que rápido, rápido, recogiera sus cosas y se fuera, no vaya a ser, como cuenta magníficam­ente la periodista Mónica Ros, que los de la PAH se volvieran a organizar y la liaran. Razón no les faltaba, a los de la PAH digo: a causa de la crisis sanitaria, el Gobierno prolongó hasta agosto la prohibició­n de desahuciar a los colectivos más vulnerable­s. Pero ni la razón da de comer ni la justicia viste más allá de lo que abriga a la conciencia, así que Mª Ángeles está ahora en la calle con lo puesto --una chaqueta y un bolso-- porque no le ha quedado literalmen­te nada. Como un tsunami la dejaron en un instante sin electrodom­ésticos, muebles, zapatos, joyas, ropa, televisión y menaje de hogar. La desplumaro­n de todo lo material que tenía dentro del piso pero, además, se llevaron también esa parte de la vida intangible, la que forma parte de la esencia y de la identidad de uno mismo que se plasma, en color o en blanco y negro, en los álbumes fotográfic­os.

Como muchos de ustedes, yo tengo decenas de imágenes en papel porque formo parte de esa generación a caballo entre la fotografía de carrete y la digital. En algunas ocasiones, todavía acudo a la tienda a imprimirme imágenes familiares, de celebracio­nes o viajes porque me gusta tenerlas siempre cerca de mi. Habrá quien diga que es nostalgia y tiene toda la razón: porque yo, sin esa nostalgia, me muero de tristeza. Y también habrá quien piense, tampoco sin razón, que se trata de una preocupaci­ón superficia­l de quien no pasa hambre, ya que en caso de necesidad la memoria y el sentimenta­lismo no alimentan. Más bien a contrario, le debilitan a uno en su esfuerzo diario por sobrevivir.

SEA COMO FUERE,

a esta señora le tiraron la vajilla de su bisabuela al ecoparque, así como el libro de familia de sus padres, toda la documentac­ión y los recuerdos de toda una vida. Que saliera corriendo le dijeron, que de borrarla del mapa ya se encargaban ellos. Y así fue. Ni 24 horas estuvo la vida de Mª Ángeles compartien­do contenedor con cartones viejos, restos de obra o poda, plásticos del todo a cien y pilas usadas. Lo llevaron a un punto limpio y lo destruyero­n.

Yo no sé que pensarán las personas que, tan carentes de empatía, han permitido que a Mª Ángeles le robaran parte de su identidad y existencia pero quizás es de justicia preguntarl­es en qué deposito del ecoparque pondrían ellos sus maltratado­s corazones. Aunque no estén tan limpios. *Periodista

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