El Coro de los esclavos
Mariscal*
Se escapó de la mazmorra, donde lo habían encerrado. Trenzó una cuerda con las sábanas del camastro, y se descolgó en la noche oscura por el muro hacia la libertad. Eso fue en el último tercio del siglo XVI, y el protagonista era un humilde fraile, de aspecto enclenque, llamado Juan de Yepes Álvarez, conocido en el ámbito de la cultura como una de las cimas de la poesía hispánica: el carmelita San Juan de la Cruz. Lo encerraron como castigo por sus convicciones religiosas reformistas. En la celda, aquel frailecillo tradujo o recreó el salmo 137 de la Biblia, Super flumina Babylonis: un canto en octosílabos de romance a la libertad de un pueblo oprimido, que carece de ella. En cuatro palabras, vecinos: el pueblo hebreo cautivo en Babilonia añora con dolor la patria y la libertad perdidas.
Pero, si Juan de Yepes escribió en el XVI de forma admirable, no de otra forma escribió el italiano Temistocle Solera, letrista de óperas, y que musicó Giuseppe Verdi, que no necesita presentación, el Va, pensiero, sull’ali dorate, vuela pensamiento con alas doradas; el conocido como canto del Coro de los esclavos del gran compositor nacido en la región de Parma y que murió en la musical ciudad de Milán a principios del siglo XX. La música inmortal de Verdi de ese coro es mucho más conocida y les suena cercana a muchos de ustedes, vecinos. Música y letra se inspiraron, como en el caso de Juan de la Cruz, en el salmo bíblico citado, es decir, la libertad que echa a faltar el que la perdió.
Es la misma libertad que nunca perdió, afortunadamente, la ganadora madrileña del PP Díaz Ayuso, como no la perdieron los 76 millones de votantes norteamericanos que el pasado noviembre optaron por la candidatura de Donald Trump; y como tampoco la perdieron, también afortunadamente, los millones de brasileños que hace algo más de un par de años eligieron como presidente a Jair Messias Bolsonaro. Porque está claro que ni Ayuso, ni Trump, ni Bolsonaro son prisioneros, y trabajadores forzados a fabricar ladrillos con el fango del Tigris y el Eufrates, tal que lo eran los hebreos del Nabucco. Y tampoco trabajan el fango los votantes de Bolsonaro, Trump y Ayuso, junto al Amazonas, el Rio Grande fronterizo o el Manzanares. Qué le vamos a hacer, vecinos. Los que ahora y aquí y allá vociferan libertad, libertad, libertad, no añoran el país o la patria perdida; no añoran una libertad de expresión que nunca perdieron; no añoran un libertad religiosa de la que disfrutan, y en más de una ocasión manipulan; no añoran una libertad en su orientación sexual de la que disfrutan; y la lista de las libertades se haría interminable. Añoran, eso sí, tapas y cervezas; y se quejan del confinamiento y las restricciones que nos imponen, con mejor o peor acierto por la pandemia, que tan de cerca hemos sufrido algunos. Podrían, si les apetece también, vociferar libertad, libertad, libertad, cuando el galeno de turno les indique que han de guardar cama por la fiebre o han de quedarse en casa por dislocarse la cadera. En fin, vecinos, que por decir cualquier exabrupto, también pueden indicar que Macron, Ángela Merkel o Pedro Sánchez, son responsables de las demasiadas víctimas que nos dejó la pandemia, es decir, otro desaguisado de los vociferantes. Sin que uno intente exonerar por ello a nuestros dirigentes europeos de sus despistes y desconciertos, y quizás ignorancia de todo lo relativo al virus.
Y no deja de ser lamentable que el rescoldo de los exabruptos llegue hasta las orillas de nuestro Riu Sec, en el Castelló generalmente modélico y disciplinado con respecto a las prevenciones ante el bicho pandémicos. Ya se sabe que la sombra de Díaz Ayuso es alargada. Aunque aquí no tenemos a un pueblo esclavo fabricando ladrillos en las cercanías de El Molí la Font. Aquí tenemos a unos cuantos, no demasiados, que apelan a la libertad para ensuciarla. Y por eso, nos quedamos vecinos, con los octosílabos de Juan de la Cruz y la romántica música de Verdi, que llegan hasta nuestras médulas libres.