Bodas de oro
Hace dos sábados acudimos a unas bodas de oro. Sandra y Santiago cumplieron cincuenta años de matrimonio durante la pandemia, celebración que hubieron de posponer y que ahora aderezaron con el 75 aniversario de él y los 70 años de ella. Triplete. La fiesta resultó un éxito y todos lo pasamos genial acompañando a esta increíble pareja. Hubo recitados de poesía, parlamentos conmovedores, risas, muchas risas, entremezcladas con abrazos.
De Santiago ya hablé aquí hace unos meses: aprende rumano pese a la edad y a sus problemas de visión, una muestra de su vitalidad absoluta. Todo un ejemplo. Sandra es una persona no menos interesante. Inglesa —angloescocesa para más precisión— llegó aquí a principios de la década de los setenta. Le impactó sobremanera nuestra sociedad, a la que, sin embargo, se ha adaptado a la perfección, aunque le quede todavía un cierto acento británico.
La celebración de estos dos jóvenes septuagenarios me ha llevado a reflexionar sobre el tiempo y su importancia. Sobre el amor y su persistencia. Sobre la amistad. Sobre el júbilo. También acerca de la solidaridad: los celebrantes no quisieron recibir ningún regalo, pero recaudaron una buena cantidad de dinero para Médicos sin Fronteras y para la Fundación Marta y María. Dividieron los donativos entre lo general, la oenegé que actúa en cualquier lugar del mundo, y lo particular, la fundación de dos niñas castellonenses que padecen una enfermedad rara, rarísima, y devastadora.
Fue un privilegio encontrarse entre los invitados al evento. Una muestra de la grandeza de dos personas ejemplares y anónimas que merecen mucho más que el reconocimiento que pretendo transmitir aquí.
Admiro a esa generación, la de nuestros padres, la de aquellos que nacieron mediado el siglo pasado. Bregaron en un mundo más duro que el actual —aunque también más dado a las oportunidades, pero eso me lo guardo para otro día—. Fueron los que pusieron los ladrillos de la actual democracia, los que sustentaron el Estado del Bienestar que ahora gozamos y queremos mantener los que hemos venido detrás. Levantaron este país desde lo rancio, lo provinciano, la España de la boina y el botijo, hasta llevarnos a esa Europa que ha tumbado fronteras —a pesar del Brexit— y que aún es un referente cultural y de valores.
Sin ellos, sin su esfuerzo, sin su convencimiento de que podían construir un mundo mejor para sus hijos, nosotros, nada habría sido igual. No agacharon la cabeza el 23-F, se mantuvieron firmes frente a ETA, doblegaron importantes crisis económicas y sociales, pusieron al país en el mapa con los fastos de 1992 —las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla—. Ahora esos que tanto trabajaron son los jubilados actuales. Unos ancianos a los que cuesta ver como tales: viajan, leen, hacen yoga, van a bailar, a cursos de de cocina…, en definitiva, disfrutan de una vida en plenitud. Sin duda se lo merecen.
Dudo mucho que los niños actuales nos lleguen a ver algún día con la admiración que nosotros vemos a la generación que nos ha precedido. Nos hemos criado con mejores herramientas gracias al avance tecnológico y, aunque también en lo sociopolítico y en lo económico la situación queda alejada de lo ideal, la convulsión de los años precedentes parece bastante alejada del panorama actual. Seguro que también hemos puesto nuestro granito de arena para mejorar el mundo. Quizá nos lo han puesto difícil porque el listón de nuestros padres queda muy alto. Puede que su triunfo más grande haya sido el que resulte imposible superarles.
Admiro a esa generación, la de nuestros padres, la de aquellos que nacieron mediado el siglo pasado