El Periódico Mediterráneo

La tortuga viajera que salvó la vida

- CARLOS Laguna* *Periodista

Pues iba tan campante yo, hace dos domingos, conduciend­o de campaña como toca en la actual coyuntura, y en vez de ir cantando aquello de «adelante hombre del 600…», pues me estaba estrujando el magín con algunas vainas. Y mira por dónde, a cierta distancia, veo como algo extraño en el asfalto que me hizo minorar la velocidad. Eran las 15.40 horas, por la castellone­nse avenida Chatellera­ult, hora en la que nos caía un sol de justicia --o de injusticia más bien-- y me veo una tortuga (tortugaza) sobre el asfalto.

Como podréis comprender, mi descolocón fue mayúsculo y cuando paré el vehículo a su vera seguro que la del quelonio, también. Alargó el cuellecill­o y miraba al monstruo azul de reojo, pero aun así, se quedó impávida. Era una hora en la que Dios, seguro, ya estaba echando la siesta y no había ni dios por la calle. La avenida parecía una duna del Sahara sin que le pasase por encima un mal rallye. Nadie. Ni vehículos (afortunada­mente) ni personas. Marqué el número de la Policía Local, pero corté antes de que me contestara­n. Esa no era la solución.

Puse las cuatro luces del ahora sí, ahora no (en román paladino intermiten­te) y además, abrí la puerta del coche para llamar la atención de cualquier otro vehículo que viniese en la misma dirección ya que, ocupando yo media calzada, si me adelantaba la tortuga era víctima segura que solo serviría para sopa. Pues bueno, aunque parezca mentira pasó un buen rato y veo que el reptil empieza a caminar de nuevo para seguir cruzando la avenida y me alarmé porque seguía corriendo un serio peligro. Pero en eso veo por el retrovisor un coche rojo que se me acercaba y con el brazo empecé a hacer movimiento­s, con medio cuerpo fuera del coche, para que parase.

Y paró. Y era una pareja. Y habían visto lo mismo que veían mis ojos, una tortuga sobre el asfalto. Cruce de palabras: «¿Lleva ahí mucho rato?» «Pues sí, un ratito». «¿Podéis cogerla, por favor?» A lo que pensarían: «Este tío es gilipollas. ¿Y porqué no la coge él?» Hubo unos segundos de silencio compartido, pero inmediatam­ente reaccioné: saqué los bastones ingleses que llevaba apoyados en el sillón del copiloto y los blandí para decirles, «perdonad, es que yo no puedo». Lo entendiero­n al segundo.

Tras aparcar detrás de mí, bajó el conductor y me preguntó si por casualidad tenía servilleta­s. Le dije que no, pero que tenía un trapo amarillo --color de la suerte para la tortuga-- con la que la podría transporta­r mejor hasta el lago del cercano parque del Geólogo José Royo de donde, pienso, se habría fugado, como esos jóvenes que se van de casa sin avisar. Pero la otra alternativ­a, no la quiero ni pensar, es que ya molestase en alguna casa y le hubiesen dicho: «Adiós, tortuga, adiós». Eso sí, antes de que se la llevasen a su hábitat más natural, aunque sea urbano, le dije al transporta­dor que por favor me dejase fotografia­r la tortuga para tener un recuerdo de ella. Mientras la fotografia­ba la tortuga me miraba fijamente, creo que con carita de agradecimi­ento. Tal vez el recuerdo se lo había llevado ella de mí y me estaba dando las gracias en el idioma tortugués por haberle salvado la vida. Y, colorín colorado, esta historia feliz y real ha terminado.

Antes de que se la llevasen a su hábitat más natural, le dije al transporta­dor que me dejase fotografia­rla

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