Eterna promesa (I)
Jamás debemos tener en cuenta la edad, solo para prejuzgar favorablemente a los más longevos
En el deporte, en cualquiera de ellos, solo se puede ser una promesa durante un tiempo. Cuando, por ejemplo, un futbolista alcanza los, digamos treinta y seis años, parece claro que su rendimiento no va a mejorar y dar un salto de calidad, incluso en ajedrez, el deporte más cerebral de todos, se cumple esta máxima. El deterioro del físico es implacable.
Sí, es verdad, todos conocemos casos de deportistas que han alcanzado su plenitud, el máximo en su desempeño, a edades en las que otros ya se han jubilado. En fútbol me acuerdo de Paolo Maldini, de Stanley Matthews (este aguantó hasta pasados los cincuenta) o de Roger Milla (su edad cierta nunca se supo). En la actualidad, dado el dinero que se mueve y lo interesante económicamente de alargar las carreras, los deportistas se suelen cuidar más que los de hace unas décadas. Además, la tecnología ha mejorado y se han puesto a su alcance medidas antienvejecimiento que les alargan los años en activo y la cuenta bancaria. Hoy en día es normal ver profesionales instalados en la élite que en el siglo pasado estarían ya hace años retirados: Rafa Nadal, Fernando Alonso o Alejandro Valverde (este ya jubilado, pasados los cuarenta). En el caso del fútbol los ejemplos me desbordan:
Luka Modric y Karim Benzema siguen siendo de los mejores futbolistas del Real Madrid; Dani Parejo, Raúl Albiol y Pepe Reina
son titulares indiscutibles del cercano Villarreal. Y así, un buen montón.
Esto, claro, tiene un límite. Todas estas excepciones se retirarán en unos pocos años. No creo que ninguno aguante, qué sé yo, hasta cumplir los cincuenta entre los mejores. Imposible, vamos.
En arte, sin embargo, las cosas cambian. José Saramago, salvo una novela de juventud, empezó su carrera pasados largamente los cincuenta; escribió lo que muchos definimos su mejor libro, Ensayo sobre la ceguera,
con setenta y tres, y fue capaz de publicar muy buenas obras con ochenta y pico años. Algo parecido, aunque sin obtener el premio Nobel, pasó con Andrea Camilleri, cuya carrera comenzó al punto de la jubilación. Pablo Picasso pintó el Guernica con cincuenta y seis. Auguste Renoir, con setenta y dos, dijo: «Solo ahora comienzo a saber pintar». Akira Kurosawa filmó Ran pasados los setenta, o qué me dicen de la plenitud creativa de Clint Eastwood, mucho mejor actor ahora que en su juventud. Johann Sebastian Bach, Dalí, Rembrandt, Tapies, Wagner o Willy Wilder son algunos ejemplos más.
EN EL MUNDO del arte, todos podemos mantener la esperanza de triunfar, o lo que es más importante, de ser mejores, sin importar el número de décadas que carguemos a nuestras espaldas. Esto me parece, vitalmente, magnífico. Resulta increíble que la experiencia, lo vivido, se pueda aplicar en nuestro provecho y no tengamos la rémora del desgaste físico. Bien es cierto que también el cerebro se deteriora, pero si conseguimos suplirlo con el conocimiento debido a las vivencias o al estudio, conseguimos compensarlo sin demasiados problemas, y, como en los casos citados anteriormente, el balance puede llegar a ser positivo, muy a nuestro favor.
Otra cosa es que, con la edad, se pierda determinada energía y frescura otorgada muchas veces por la inconsciencia de la juventud. Esto en arte, y en el deporte, es un valor que cotiza alto. A los ejemplos puestos con anterioridad se podrían oponer los casos de deportistas portentosos muy precoces y artistas que lograron la cima recién iniciada su carrera. Pero esto lo dejo para la próxima semana.
La conclusión es que, sobre todo en el arte, jamás debemos tener en cuenta la edad. O sí, para prejuzgar favorablemente a los más longevos.
En la actualidad, por varios motivos, los deportistas se suelen cuidar más que los de hace unas décadas