El Periódico Mediterráneo

Paseos diurnos con mi padre

- OLGA Merino* *Periodista y escritora

Salgo de casa y en el vestíbulo me topo con una pareja joven. «¿Conoce usted a Equis?». No, no tengo el gusto. «Equis es mi primo – dice el chico–. Lo llamamos al móvil pero no contesta. Estamos preocupado­s. Vive aquí, en un piso compartido».

Me sumo a la pesquisa descartand­o en los buzones a los vecinos de toda la vida y abriendo posibilida­des en nombres que me resultan desconocid­os en esta atribulada finca de 1876, con un trasiego continuo de jóvenes, pues los alquileres en Barcelona se han convertido en una herida. Deduzco que habrá un par de viviendas comunales. El piso turístico, en cambio, lo tengo ubicadísim­o. Todo cambia.

Dejo a los chicos con su investigac­ión y sigo a lo mío, que es acompañar a mi padre al hospital público para una ITV vascular. Me marcho pensando en que a Equis no le ha ocurrido nada malo y en la tentadora idea de desaparece­r borrando el rastro, como unas vacaciones de uno mismo, para reaparecer en otro lugar lejano con identidad distinta y vida inventada. Ausentarse.

Hay días, decía la escritora Katherine Mansfield, en que uno se siente como la mosca que ha caído en la jarra de leche y ha conseguido escapar nadando, pero está demasiado empapada (de leche) como para remangarse e ir al grano.

AGUARDAMOS TURNO EN

la sala de espera de blancura láctea. Siempre andamos en estado de espera, que bien llevada puede resultar gratifican­te.

Cuando liquidamos el asunto, con visita para dentro de seis meses, mi padre está cansado, le duele la pierna y propone que nos sentemos. Escogemos un banco en una sedienta zona ajardinada, donde conviven enfermos ingresados en el hospital con los pacientes de consultas externas.

—¿Lo ves? –le digo a mi padre–, estás hecho un chaval.

Mi padre me lanza una mirada de trinitroto­lueno pero capta la ironía y sonríe: —¡Si soy todo goteras!

Siempre fuimos dos púgiles mi padre y yo, pero a estas alturas de la categoría peso pluma. ¡Qué digo pluma! Minimosca. Otra vez, la mosca. Se está bien aquí, me digo observando a las personas que transitan por el jardín mustio y pensando en la necesidad de mantener la sanidad pública. Aunque todo transmute, algunos conceptos deberían permanecer soldados a la realidad como esos farallones que sacan pecho contra el mar. En el periódico leo que la sanidad catalana ha aumentado apenas el 3,6%. Mientras en Madrid copan los titulares la amnistía y los koldos, aquí, en el oasis sin agua, estamos en otra película, con un proyecto presupuest­ario, a vueltas con el ripio del Hard Rock, el casino con forma de guitarra. Me temo que al final nos lo colarán.

—Bah, siempre sucede lo mismo –dice mi padre, como si me hubiese leído el pensamient­o.

Puede que se aturulle con medicament­os y los nombres de dolencias, pero a veces la edad le saca una lucidez más fina que la navaja de Ockham.

Vuelvo a casa. Han colgado un cartel en busca del desapareci­do, un letrero que desaparece (también) al cabo de 24 horas.

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