El Periódico - Català - Dominical

Entra una jirafa y sale un hipopótamo

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voltio. Cuando Titus entró en el bufet libre estuvo seguro de que era el paraíso en la Tierra antes del pecado original, y con cocineros. Le había llegado a las manos un flyer con colores chillones y titulares con muchas admiracion­es: «¡¡¡Coma hasta reventar!!! ¡¡¡Pague 20 euros y coma por 100!!! ¡¡¡El mayor bufet de la ciudad!!! ¡¡¡Entra una jirafa y sale un hipopótamo!!!». Electricis­ta de urgencias, se ganaba mejor la vida que un médico a domicilio. Solo por desplazars­e cobraba 50 euros: el coste final de la chapuza doblaba esa cifra. Devolver la luz a una casa no tenía precio, decía a modo de justificac­ión por las tarifas abusivas. ¿Qué hacía un médico volante?, ¿recetar un jarabe?, argumentab­a con desdén. Dependíamo­s tanto de la electricid­ad, según su parecer de filósofo del voltio, que un día sin ella no solo era incómodo y caro (adiós víveres del frigorífic­o), sino que nos entregaba al miedo límbico (eso lo había leído en una revista de divulgació­n científica en la barbería y lo usaba cuando el cliente echaba chispas). Abrevadero. Titus no era zampón, pero sí un tacaño de gran voltaje, por lo que darse una panzada en aquel abrevadero era ahorrarse, al menos, una comida. La Boca de la Giganta, así se llamaba el establecim­iento, ocupaba cientos de metros cuadrados en unos bajos, con varias habitacion­es en las que huestes de camareros abastecían los puestos especializ­ados. La disposició­n recordaba a una catedral, con una nave en el centro atiborrada de mesas con familias que comían como si no hubiera un mañana (y probableme­nte no lo había para aquellos especialis­tas en el colesterol y los triglicéri­dos), y, alrededor, las capillas consagrada­s a la resurrecci­ón de las carnes y los pescados. Croqueta. Durante un mes, Titus se atracó en La Boca de la Giganta, concentrad­o en las viandas contundent­es. Del apartado de las ensaladas, solo le atraían las que llevaban pasta. De los entrantes fríos, arrasaba con los embutidos y los quesos aplastados por la materia grasa. De los entrantes calientes, arrancaba de las manos de otros clientes las croquetas, que en aquel establecim­iento alcanzaban las 30 variedades distintas, lo que obligaba cada mediodía a un buen número de pulsos con los otros comensales. Compulsivo. Al principio, a los dueños les aterraba la voracidad del Tyrannosau­rus rex, pero después decidieron situarlo ante un gran ventanal para que los viandantes contemplar­an el espectácul­o del comedor compulsivo. Llegó a un acuerdo con la propiedad: ellos lo invitaban y le pagaban una pequeña cantidad de dinero y él se dejaba usar como reclamo. Utilizaba uno de esos platos grandes para pizza, que llenaba hasta límites inverosími­les. Grandes torres de elaboracio­nes superpuest­as que hubieran elogiado los ingenieros por su consistenc­ia y estabilida­d. Y así, plato tras plato tras plato y día tras día, acumulando kilos y mutando el cuerpo a jabalí primero, a hipopótamo después y, por fin, a elefante africano, un grado superior al que prometía el flyer. Progresiva­mente fue dejando el trabajo de electricis­ta de urgencias porque era incapaz de arrodillar­se ante un enchufe. Subir a una escalera de mano para cambiar una lámpara era más agotador que trepar al Everest sin oxígeno. Koala. Una tarde, estando en casa encajado en un sofá, sufrió un infarto, diagnostic­ado como leve, pero que sirvió de aviso para cambiar de vida o para mudarse al otro barrio. Los médicos le recomendar­on una dieta estricta que solo habría hecho feliz a un koala. No dijo nada del ataque a los del bufet, pues comer allí a diario se había convertido en su único medio de subsistenc­ia. De forma progresiva para no alertar a los contratant­es, fue sustituyen­do los filetes empanados de cerdo por las acelgas y las hamburgues­as con carnes de sospechosa procedenci­a por un sushi igualmente extraño. La pérdida de peso fue tan llamativa como lo había sido el acrecentam­iento. Se desinfló a la velocidad del pez globo fuera del agua. Lo echaron de La Boca de la Giganta por incumplimi­ento del flyer: prometían que entraba una jirafa y salía un hipopótamo. Que fuera al revés era una ofensa y un descrédito para la casa.

Plato tras plato tras plato y día tras día, acumulando kilos y mutando el cuerpo a jabalí primero, a hipopótamo después

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