ENTRADA TRIUNFAL
Dice Bill Bryson en su libro sobre la casa, que el hall fue primitivamente el lugar donde se celebraba toda la vida domžstica, vamos, que era la casa misma. En su libro recoge la cita de un historiador que comenta que en los “halls” viv’a la familia y los criados juntos, “una costumbre que no induc’a a la observancia del decoro”… El caso es que por una cosa o por otra, la evolución de la civilización nos fue llevando al punto en el que el hall es hoy m‡ s que nada un lugar de paso, un sitio en que uno se quita el abrigo antes de adentrarse en la propia vivienda. Pero no se equivoquen, el hall es tambižn una oportunidad de oro para ejercer de carta de presentación. Ya saben ustedes que no hay una segunda oportunidad para hacer una primera buena impresión. As’ lo entienden sobre todo hoteles, teatros y cines ( los de antes, digo), que siempre hicieron de sus grandes halls una ocasión para echar el resto con decoraciones de gran impacto visual, lujo y esplendor. En una vivienda privada donde el espacio no es tan generoso no hay mejor apuesta que la de colocar all’, visible como un buen fogonazo, una gran pieza de arte contempor‡ neo, que pasar‡ a ser toda una declaración de intenciones, una amplia radiograf’a de quienes viven all’, incluyendo matices de su gusto personal y cierta intuición sobre la tonalidad de su tarjeta de crždito. Las esculturas son de lo m‡ s socorrido para estos casos, han sido usadas con profusión por cualquiera que tuviera oportunidad.
La misma Peggy Guggenheim, fue poner los pies en su palazzo veneciano y, de inmediato, dotar a la entrada de varias esculturas, entre ellas un gran móvil de Calder y una gran talla africana ( adem‡ s de un Picasso y algunas cosas m‡ s, que ella no era mujer de talante restringido). Ese Calder lo debió ver Gio Ponti en la Žpoca porque cuando algo despužs apareció por su puerta un matrimonio venezolano que le encargó su casa en Caracas, all’, en la extraordinaria Villa Planchart, colocó Ponti otro Calder memorable que remata esta casa/obra maestra y te deja sin aliento. Recuerdo un hall en concreto que me impactó en su d’a, era la casa de Jay Chiat, el magnate de la publicidad, de la agencia Chiat/ Day, que hab’a encargado oficinas a Gaetano Pesce y a Frank Gehry.
En el hall de su casa de Nueva York, Chiat hab’a colocado con gran acierto una de las luminosas esculturaspez que hab’a empezado a hacer Frank Gehry por entonces ( era el principio de los ochenta), aquel detalle hablaba de riesgo, de atrevimiento, de frescura, de libertad, de creatividad, todas cualidades atribuibles al due– o del espacio. Hoy en d’a, sin embargo, hay cierta tendencia a mostrar en esa decisión del hall m‡ s poder’o económico que otras cualidades m‡ s etžreas, y por tanto es de rigor colocar all’ la gran pieza de Anish Kapoor o de Jeff Koons. Esas si que nos dejan las cosas elocuentemente definidas. En clave mucho m‡ s “low key” nos llama la atención el siempre comedido Axel Vervoordt, que bajo una apariencia de discreción absoluta, suele colocar en un hall muy desnudo, de paredes blancas y un tanto monacales, un buen mueble del XVI o XVII, escueto, robusto, terrenal, enfrent‡ ndolo a un Picasso o un Lucio Fontana, en esa especie de dejž- esto- aqu’- por- casualidad que le caracteriza. Otra versión m‡ s contundente es la que existe en la casa de Ellen Degeneres, que te recibe con una gran mesa de pingpong transparente creada por artista Rirkrit Tiravanija. Muy ella. Pero m‡ s radical fue la experiencia de llegar a casa del galerista David Gill, en Londres, donde unas bolas gigantes, firmadas por Martin Creed, bloqueaban la escalera y casi no te dejaban pasar oblig‡ ndote a una entrada indiscutiblemente triunfal.